En la libertad del ser humano está, también, la posibilidad de alejarse de Dios. Conocemos nuestras fuerzas y sabemos que es cierto. Podemos errar nuestro principio y fundamento y preferir aquello que nos hace caminar río abajo, lejos de la fuente, hasta que el salitre nos lleva a olvidar el dulce sabor del agua limpia.

Pero Dios no se olvida de nosotros. Sale a nuestro encuentro cada segundo de cada día. Escruta el horizonte en busca de una señal, esperando que demos la vuelta.

El hijo pródigo lo hizo. Pidió su parte de la herencia y se marchó. Cayó en la trampa de una felicidad aparente, en el ensueño de su mal entendida libertad. Eligió la distancia y se perdió. De eso va el pecado. Hasta que un día se dio cuenta de que se había marchado del lado de su padre mucho tiempo antes de emprender el viaje. Vivía con él, como su hermano, pero estaba lejos; estaban en él, pero sin amarlo. Y tuvo que experimentar el mordisco del pecado y de la separación, sentirse absolutamente perdido, arrancado de las entrañas del amor, para saber que deseaba emprender el viaje de vuelta a casa. Sentía que no lo merecía, pero abrió la puerta a la misericordia de Dios, la única capaz de sostener la misericordia con uno mismo. Y escuchó: «este hijo mío estaba perdido y ha sido encontrado».

Rezar «no permitas que me aparte de Ti» me habla de esa decisión. Ya estemos más o menos lejos de reconocer el amor de Dios, en esas palabras nos hacemos conscientes de querer regresar. Él sabe que, en el fondo, nunca nos podemos alejar, pues el amor que somos alimenta cada uno de los pasos hasta llegar al abrazo y la fiesta.

 

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