Las biografías de los santos nos relatan como muchos de ellos murieron con el nombre de Jesús entre los labios. Y es que, de lo que está lleno el corazón habla la boca, y, por ello son muchas las personas que exhalan su último aliento pronunciando el nombre de Jesús. Es un suspiro confiado, lleno de fe y de confianza, aunque muchas veces no esté exento del miedo que supone traspasar el umbral de esta vida temporal.
En el libro de los Hechos de los Apóstoles san Pedro dice con claridad que «bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos» [1]. Algo que no ha inventado él, sino que lo ha escuchado de labios del mismo Cristo, cuando afirmó: «Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí» [2].
Es por ello por lo que son tantas las personas que, al encontrar la salvación que brota de este nombre, experimentan que no pueden guardárselo para ellos mismos, o pensar que sea algo que pueda molestar a los demás. Sino que, más bien tratan de que el nombre de Jesús sea conocido, para que así pueda ser amado y experimentado como fuente de vida, de consuelo y de esperanza.
Puede que haya quien piense que vivir con el nombre de Jesús en el corazón (hasta el punto de que éste sea la última palabra que se pronuncie en esta tierra), sea vivir en un engaño o un narcótico ante las dificultades y oscuridades de esta vida. Pero, creo que, quien ha experimentado lo que significa vivir en el nombre de Jesucristo, sabe que ésta es la única verdad capaz no solo de inundar todos los rincones de esta vida, sino también de ser un camino y un puente que lleva hasta la eterna.
[1] Hechos 4, 12.
[2] Juan 14, 6.