Dicen que nacer es uno de los momentos más estresantes de la vida humana. Que el bebé naciente no tenga el cerebro totalmente desarrollado hace que lo pueda sobrevivir. Probablemente, un adulto no podría asumir tal experiencia extrema de salir a la luz y respirar aire fresco.
Lo mismo ocurre con Dios. Sabe que no podemos con todo. Dios es discreto, nos da poco a poco para que podamos asumir tanto regalo. La misma vida es donada, nadie puede decidir nacer y existir con un determinado y único cuerpo. Para que Dios infinito no asuste a una criatura tan pequeña como nosotros, Dios se da escondidamente entre las cosas, las personas, todo lo que existe.
Por eso una tentación habitual es pensar que algo es nuestro. La vida, aunque cada uno la vive singularmente, no es de quien la vive. Las capacidades tampoco son del todo nuestras porque no hicimos nada para tenerlas. Ni la forma física, ni la inteligencia ni la belleza. Lo que tenemos, lo que vino dado, no podemos atribuírnoslo. Sin embargo, apropiarnos de cosas es muy humano. Pensamos que esos árboles que vemos son de uno y lo llamamos propiedad. Pero, en realidad, esos árboles y sus frutos están allí creados para que los disfrutemos cuantos más mejor.
Hay un término jurídico que se aproxima más a lo que es real: el usufructo. Es decir, el uso y disfrute de las personas, las cosas, todo lo creado. Pero la propiedad es de Dios. De Él salió todo y al volverá, en eso creemos los cristianos. Incluidos tiempo y espacio. Todo. Absolutamente todo. Y, entre sus propiedades, navega nuestra libertad para hacer que lo creado merezca la pena. Para aprovechar el regalo. La vida no es tuya. Lo que ves y tocas no es tuyo. Disfruta y aprovecha el regalo de tener más tiempo. Seguro que en eso consiste vivir una vida buena.