Hace poco tuve la oportunidad de poder unirme a la oración diaria de un monasterio contemplativo. En algunas ocasiones la iglesia del monasterio estaba llena de devotos, peregrinos y turistas que se unían al rezo de las diversas horas. En otros momentos, el templo se encontraba prácticamente vacío, pero esto no detenía para nada las oraciones de la comunidad monástica.
Personalmente, me gusta y me parece sugerente esta imagen de una iglesia abierta, en la que uno sabe que puede encontrar a Dios a través de una comunidad que reza e invita a unirse a su oración. Creo que nos habla de una faceta de Dios que a veces olvidamos, contaminados por el activismo y los deseos de productividad y éxito que nos rodean. Porque la iglesia abierta de un monasterio nos lleva sin quererlo a ese padre del hijo pródigo que espera en casa la vuelta de su hijo pequeño herido y confundido, que sabe que siempre tendrá un sitio bajo ese techo.
También, como me decía una persona, nos hace entender que no podemos articular nuestra pastoral, o medir nuestras celebraciones y oraciones según el número de las personas a las que logremos atraer hasta ellas. Y es que los monjes oran porque la oración es su vida, y nos invitan a los demás participar de ella y encontrar así a Dios. Nosotros en ocasiones organizamos las oraciones, las celebraciones y las actividades pensando en el efecto que pueden tener en los demás, y por ello nos disgustamos cuando son pocos los que participan en ellas. Pienso en cómo cambiaría nuestra vida si hiciéramos el giro de ofrecer aquello en lo que nosotros encontramos la Vida, invitando así a los demás a unirse a aquello en lo que creemos y de lo que vivimos, sin obsesionarnos con el éxito de participación que podamos lograr con ello.
Al considerar estas cosas y contrastarme con mi fragilidad o ambigüedad como evangelizador que confunde tantas veces su deseo de dar a conocer a Jesús, con el miedo al fracaso, o con la tiranía de los números, resonaba en mí con fuerza una de las peticiones que se repetía cada día en el monasterio: «Aumenta nuestra familia en santidad y en número». Aquello me hacía ver que la verdadera petición por las vocaciones no piensa solo en los números, pese a que tantas veces la realidad nos alarme y nos haga temer ante la disminución de los cristianos en nuestra sociedad. Sino que, quien pide a Dios que envíe obreros a su mies debe primero pedir ser cada día más santo, más cercano al Evangelio, para que su vida logre así acrecentar la santidad y el número de su comunidad y de la Iglesia.