«El año sin verano»: así pasó a llamarse el 1816 tras la erupción del volcán Tambora en Indonesia. Había sido de las más fuertes de los últimos siglos, y dejó una estación insólitamente fría, ya que las nubes de ceniza generadas por la gigantesca explosión se desplazaron por todo el globo siguiendo las corrientes de aire. La falta de luz causó heladas y desajustes en muchos ecosistemas.

Ese mismo año, en la villa Diodati, una mansión cerca de Ginebra, Lord Byron, Mary Shelly y John Polidori, embargados por un sentimiento apocalíptico, empezaron a escribir historias de terror. De este modo nacieron algunos de los textos más significativos de la literatura del siglo XIX: Darkness, Frankenstein y The Vampyre.

La erupción del Tambora es un buen ejemplo de las profundas conexiones entre la materialidad del mundo y la forma en que lo conceptualizamos. Conexiones dinámicas que se entrelazan en ambas direcciones y facilitan un intercambio fecundo, que puede llegar a unir la ceniza de un volcán y la imaginación de los seres humanos, el clima y la creación artística. La frontera entre naturaleza y cultura se difumina.

A lo largo del último trimestre del 2021 asistimos a la erupción de otro volcán, el Cumbre Vieja, en la isla de La Palma. Durante ese tiempo, las noticias provenientes de Canarias nos acompañaron a diario. Las espectaculares fotografías aéreas y las precisas explicaciones de los expertos nos sumergieron en el complejo mundo de la sismología y la vulcanología, trasladándonos con la imaginación a una escala temporal y espacial geológica.

La naturaleza ha sido –y continuará siendo– una fuente inagotable de metáforas y un estímulo para nuestra creatividad. La Escritura no podía ser ajena, tampoco, a este mundo de metáforas que conectan naturaleza, cultura y espiritualidad. El desierto, por ejemplo, no hace referencia solo a un lugar árido e inhóspito. Simboliza principalmente la vulnerabilidad que experimenta el ser humano en el silencio y la soledad, apartado de toda civilización. La sequía es otro de esos fenómenos naturales donde la conexión entre la materialidad del mundo y su conceptualización es evidente. Los profetas recurren a ella con frecuencia, relacionándola con el pecado humano y la infidelidad. Así, Jeremías, contando el episodio de la gran sequía decía: «mandaban a los pequeños por agua: llegaban a los aljibes y no la encontraban; volvían con sus cántaros vacíos […] Son muchas nuestras apostasías, contra ti hemos pecado» (Jer 14). Otra metáfora fecunda, la de la desnudez, conecta naturaleza, cultura y espiritualidad. El cuerpo humano desnudo vehicula múltiples significados abiertos a la interpretación: pureza, vergüenza, intimidad, pecado o vulnerabilidad son tan solo algunos de ellos. La doctrina cristiana de la encarnación, por ejemplo, recurre a esta imagen para expresar la intuición espiritual de un Dios que se hace próximo, familiar y vulnerable, el Dios desnudo de la Navidad.

¿Y Jesús? A poco que nos acerquemos a su predicación, vemos cómo se servía de la naturaleza para elevarnos, por medio de la imaginación, a la reflexión ética, la intuición espiritual y el proceso mistagógico: «Fijaos en la higuera» –decía–, invitando a reflexionar sobre la importancia de la paciencia, de dar tiempo a los procesos antes de juzgar. «Cuando echa brotes, os basta verlos para saber que la primavera está cerca. Pues cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que está cerca el Reino de Dios» (Lc 21). «Mirad a los pájaros: ni siembran, ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta» –exhortaba en otra ocasión–, y así prevenía contra la excesiva preocupación por asegurar el futuro. «¿Quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida?» (Mt 6).

Son muchos los ejemplos en que imaginación, intuición y razón colaboran para producir conceptos, imágenes y símbolos con origen en el mundo material. Las tres dimensiones del ser humano deben entrar en relación y dialogar, para impedir que un exceso en cualquiera de ellas acabe –parafraseando a Goya– produciendo monstruos.

También las metáforas bíblicas relacionadas con la naturaleza y sus múltiples significados culturales y espirituales necesitan ponerse en diálogo. Se trata de lograr un sabio equilibrio entre todos ellos, para evitar que uno oculte y enfríe a los restantes –como hizo la explosión del monte Tambora con aquel verano de 1816–, provocando así una lectura distorsionada del mensaje global de la Escritura.

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