Mi historia comienza una mañana de sábado en el bus de casa a la universidad. Llevábamos días oyendo hablar de la falta de lluvia y de la boina de contaminación que cubría el cielo de Madrid. Miraba distraído por la ventana cuando de repente observé una figura triangular. Un grupo de patos atravesaban el cielo, ajenos a estas noticias preocupantes, siguiendo su migración anual de norte a sur. Patos salvajes formando una flecha perfecta. Elegante, afilada.
Se me puso la carne de gallina recordando otra historia… La cuenta Saint-Exupéry en su libro “Tierra de hombres”. Allí describe, el mítico autor francés, un fenómeno único. Resulta que los patos domésticos, cuando ven pasar sobre ellos el magnífico vuelo triangular de sus parientes salvajes, comienzan a mover las alas nerviosos. Chocan contra la verja que les encierra, se golpean contra el techo de malla. Chillan, como queriendo llamarlos a cientos de metros de distancia. Los patos domésticos dejan de comer el pienso que se les ofrece de balde, sin esfuerzo. Se despierta en ellos no sé qué vestigios de salvajismo. Por un minuto los patos de corral se transforman en aves migratorias. Y he aquí que en esas cabecitas duras donde solo circulaban humildes imágenes de charcos, gusanillos y gallinero, se despliegan extensiones continentales, soplan vientos de travesía y se oyen mareas contra playas remotas.
Recordar esta historia me hizo sonreír. Aún hay esperanza. Porque hoy en día tenemos mucho de pato doméstico. Enjaulados en horizontes estrechos, ahítos de todo, seguros en un mundo cortado a nuestra medida. Pero sigue habiendo patos salvajes. Gente que pasa a nuestro lado y nos recuerda a qué estamos llamados. Verdaderos hombres y mujeres que brillan con luz propia, que se entregan cada día, que irradian autenticidad sin ser perfectos. Esa gente despierta en nosotros algo de salvaje, que también quiere arriesgar y volar alto. Dejando de lado el pienso y el confort. Lanzándose al horizonte infinito de un vuelo triangular.