Así se llama una conocida canción del grupo Dire Straits que sonó allá por el año 1985. Y yo diría que así bien podría llamarse la «escultura inmaterial» (invisible, inaudible, impalpable, y me atrevería a añadir, inexistente) que el artista italiano Salvatore Garau ha vendido por 15000 euros. Según el propio autor, y cito textualmente: «En el vacío hay un contenedor de posibilidades positivas y negativas. […] Según el Principio de Indeterminación de Heisenberg, ¡nada tiene peso! Por tanto, tiene energía que se condensa que se convierte en partículas, en fin, ¡en nosotros! La intuición que tuve como artista, en lo abstracto y lo espiritual, está respaldada por la ciencia». Si Heisenberg levantara la cabeza, no sé yo si devolvería el Premio Nobel que le dieron por su famoso Principio.

Solemos decir que «no todo se puede comprar con dinero». Pues bien, ahora el vacío sí tiene precio. Se puede vender. Y no solo eso, hay alguien dispuesto a pagar dinero por él y hacerse dueño de un trocito de ‘nada’.

¿Qué nos pasa? ¿Qué le mueve a una persona a pagar un dinero por una obra de arte como esta? No solo por el hecho de que podría emplear ese dinero de una manera más altruista y humanitaria. La pregunta es más profunda: ¿qué nos ha llevado a convertir el vacío en algo deseable de comprar? ¿Qué promesa hay detrás de esa adquisición?

Quizás los «vendedores de nada» son los nuevos «vendedores de humo». A lo mejor, esta noticia de la venta de una «escultura invisible» no es más que una metáfora de lo que nos está pasando: que nos asusta el vacío, o la posibilidad del mismo, y la única forma de dominar ese miedo es comprándolo. De alguna manera nos hacemos sus amos, y quizás entonces podamos controlarlo a nuestro antojo. Porque, en el fondo, de eso se trata. De vacíos que nos habitan, que sabemos que están, pero a los que no queremos acercarnos demasiado porque nos da miedo que nos digan algo de nosotros que no queremos saber. Entonces volvemos la vista hacia fuera, buscando otros “vacíos” que no nos pertenecen y que puedan distraernos de nosotros mismos, de lo que nos decimos, de lo que en el fondo de nosotros pugna por salir, por decirnos: «soy tú. Soy tú. No huyas de ti».

Si nos esforzáramos en oír esa voz, escucharíamos que continúa diciendo: «No tengas miedo. Estoy contigo. Te quiero». La voz de un Dios que nos busca incansablemente, que se nos ofrece para llenar «nuestras nadas». Pero, ¡qué cosa! Muchos a los que le hablamos de este Dios dicen no creer en Él porque no lo ven, no lo sienten, no hay ninguna prueba tangible que demuestre su existencia. A la pregunta de Dios, responden «no hay nada», la misma nada a la que alguien se ha atrevido a poner precio.

Será eso, que a Dios ni se le puede comprar ni vender… Es libre. No tiene dueño, no es manipulable, no se adapta a nuestros esquemas, sino que los rompe. Ese desbordamiento nos asusta. Pero si nos aventuráramos, si abriéramos la puerta a este Amor verdadero, aunque fuera solo un poco, no habría vacíos en nuestras vidas que no pudieran llenarse de sentido. Y entonces, no nos haría falta adquirir ninguno y adornarlo de teorías místico-científicas. Y el pobre Heisenberg podría descansar en paz.

Te puede interesar