Estos últimos días se me han atravesado varios compromisos, en los cuales sentí que di menos de lo que podría haber dado. El problema de vivir así es que te vuelves tu propio juez o policía. Dice Byung Chul-Han que esta cultura de sobreexigencia ha promovido que seamos nuestros auto-explotadores, como si cada mañana se activase esa voz que te dice “Pudiste haberte despertado antes… haber ido al gimnasio… haber hecho más”.
Estos días esa voz se hacía más fuerte sin darme cuenta. Pero de pronto recordé una nota que escribí hace tiempo en mi móvil: “Cuanto más perfecta quiero ser, más me pierdo de tu misericordia.”
Es que solemos trabajar demasiado para ser perfectos en lo laboral, en lo afectivo, en lo espiritual. Nos ponemos metas que parece nunca alcanzamos, hasta que terminamos odiándonos y alejándonos de Dios porque creemos que nos pide cuentas, que Él es esa voz aterrorizante que nos acecha… pero que realmente es, como diría San Ignacio, el mal espíritu. Porque es una voz que, disfrazada de “hacernos un bien”, de “ángel de luz”, logra lo opuesto: nos quita energía, autoestima, esperanza.
La misericordia no es “para mediocres”, es más bien para realistas, para humanos: es entrar a la lógica de un Dios para quien nada pasa desapercibido: “Tu Padre, que está en lo secreto, te lo recompensará” , que celebra cada esfuerzo por pequeño que sea y que, en lugar de juzgarnos desde una nube imaginaria, se pone a nuestro nivel y nos motiva. Dios no mira nuestros resultados en un Excel. Lo que mira son nuestros mínimos esfuerzos y deseos en lo secreto de nuestra recámara, estudio, gimnasio… para seguirnos animando. Él es nuestro mejor “coach”.