El otro día hablábamos con una amiga de que el miedo no sólo es malo (como el colesterol alto) sino malo al cuadrado. Porque el miedo quita la esperanza, y eso es malo. Pero es que, en ello, el miedo consigue además crecerse: si intentas tomar perspectiva, fiarte de algo más grande que tú mismo, volver a tu verdad profunda… va y te dice que eso tampoco es más que miedo disfrazado.
Tal vez no en vano Jesús dijera tanto a sus discípulos que no temieran, que por qué les costaba tanto creer. Que tuvieran fe. Pues también ellos alguna vez se preguntaron si no estarían apostando por el caballo perdedor, hasta el punto de negarlo.
Suelo escuchar que hoy en día asustan los compromisos de por vida y la renuncia a lo que no se elige. Puede ser. Pero siendo jesuita debo decir que lo que inquieta no es tanto lo que dejas, sino las cartas que eliges guardarte. No da miedo, por ejemplo, estar cerca de amigos que han apostado por la vocación a la familia. Pues viéndolos ahí, empeñados en sacar adelante matrimonio e hijos, con todo lo bueno, lo malo y lo de en medio, te sale dar gracias a Dios por llamar a personas a eso. Y a la vez agradecer tu dar la vida como religioso, con sus propias renuncias, pero pudiendo por ejemplo acompañar a estas personas en su camino.
La nostalgia en cambio entra otras veces, hablando con personas que prefieren no atarse a nada, con todos los checks marcados (trabajo, relaciones, voluntariado, hobbies…) pero listos para descartar lo que toque si conviene. Sin espacio a riesgos, ni por ello a sorpresas. Entonces uno se palpa los bolsillos existenciales, preguntándose si no habría tenido que reservarse un poco de algo por si acaso. Y tampoco es culpa de nadie: yo solo me basto para olvidar mis mejores propósitos, y terminar donde comenzamos… muertos de miedo.
Quizás con la fe y la vocación pase eso: o se testimonia con la vida o no hay forma de explicarla. Nuestras certezas y amarres a veces sólo hablarán de miedo. Una historia sencilla pero sinceramente entregada, en cambio, puede dar esperanza.