Los premios siempre tienen algo de complicado. Si son competitivos, ¿de verdad se lo han dado a quien más lo merece? Si son galardones a toda una vida, una trayectoria, o una historia, también se generan polémicas –especialmente hoy en día, cuando para cualquier opinión hay una réplica y algún objetor–. Ya he visto en redes comentarios despectivos por el «premio Princesa de Asturias de las Artes», recién otorgado a Meryl Streep. También es cierto que mayoritariamente hay una ola de reconocimiento y satisfacción.

Tengo que decir que cualquier premio cinematográfico que le den a Meryl Streep me parece bien. Aunque solo sea por cómo ha convertido la interpretación en un arte. Porque algunos de sus personajes han marcado a generaciones. Su Francesca de Los puentes de Madison será, para siempre, un icono que, en mi propia historia, y en momentos de encrucijadas vitales, me ha recordado que hay compromisos que implican sacrificios y renuncias. Ocurre lo mismo con tantos otros personajes suyos, que ha conseguido que me los crea y descubra actitudes, intuiciones y dinámicas humanas que nos afectan –a mí y a otros–. Siempre sucede con ella que empiezo viendo a Meryl Streep en la pantalla, y termino fascinado y absorbido por el personaje que ha creado, zambullido en una historia y sintiendo cosas que no intuía que aparecerían. Esa es la belleza del arte.

Si a esto le sumamos que siempre que he visto o leído alguna entrevista o declaración suya, me ha gustado la persona más allá del personaje, pues razón de más para estar contento.

Y aquí es donde encuentro el acierto de premiar «Las artes». Con ello se insiste en que no debemos renunciar a la búsqueda de la belleza, a la creatividad para contar historias, a compartir emociones, a encontrar caminos únicos y personales con los que expresar el sentido, la verdad, la batalla, la contradicción, la fe o su ausencia, la turbulencia de la vida, el deseo, la trascendencia, el amor, o la tristeza…

Hace unos años el grandísimo Ennio Morricone recibió el mismo galardón, y recuerdo haber sentido idéntica satisfacción cuando me enteré, en aquel caso porque la banda sonora de La Misión se ha convertido en parte de la banda sonora de mi vida, y cuando la oigo no puedo evitar que despierte, aún hoy, esa lucha entre el sereno Gabriel y el combativo Mendoza que pelean dentro de muchos de nosotros.

Hoy, cuando cada vez hay más corta y pega en todo, más homogeneidad, y a este paso las grandes interpretaciones, los retratos o las bandas sonoras terminarán poniéndose en manos de cualquier inteligencia artificial, tiene más sentido, si cabe, aplaudir y premiar a los grandes artistas. Que no dejen de contar historias, con sus gestos, con su carisma, con su arte. Para mostrar puertas que atravesar, proponer espejos en los que mirarnos, y abrir ventanas a través de las que descubrir todos los mundos posibles.

 

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