No puedo evitar troncharme de risa cuando leo y releo la carta del alcalde de Camporredondo –un municipio de 155 habitantes de la provincia de Valladolid– enviada al Senado de España ante el requerimiento de incumplimiento de la Ley de Memoria Histórica al tener entre sus calles una dedicada a Calvo Sotelo.

El tema es más para llorar que para reír, pero no quiero, ni por un minuto, dejar que la tristeza producida por la ignorancia, eclipse el sentido del humor. La risa no solo nos alarga la vida, sino que también relativiza los problemas.

Sin pretender emular los argumentos de la carta –animo a todos aquellos que se quieran desternillar durante dos minutos a que se acerquen al texto– sí quiero detenerme a reflexionar un poco acerca del tema de la memoria histórica. Sabiendo que es un tema delicado no por ello hay que dejar de abordarlo.

La memoria es muy importante, de hecho, es fundamental. Sin memoria no somos nada. Nosotros no partimos de cero en nuestra biología ni en nuestra biografía. Somos, en parte, lo que heredamos. La memoria, por tanto, es fundamental. Pero hasta aquí no creo que nadie tenga problema en admitirlo. El problema viene en el cómo abordamos esa memoria. La historia siempre es mirada por muchos ojos y eso hace muy difícil la objetividad. La memoria histórica de un país es fundamental pero no debe ser ni arma arrojadiza ni atalaya de defensa. La memoria la construimos desde el colectivo, desde la comunidad y, así, se enriquece y adquiere mucha más objetividad. Nunca una memoria de la historia fue pulcra, inmaculada, impecable. No lo es por la sencilla razón de que la historia la hacen los sujetos de la historia y estos, es decir nosotros, no somos pulcros, inmaculados e impecables.

La memoria, a pesar de los pesares, defiende y protege nuestro pasado. Es importante conocerla para aprender de ella. Algunas cosas habrá que copiarlas, otras mejorarlas y otras, sin duda, no repetirlas jamás. Por eso, insisto, es importante conocerla y respetarla porque detrás de la memoria histórica hay personas que la construyeron. ¿Cuál es el problema? La radicalización en la defensa o destrucción de esa memoria.

Ya sabemos que ningún radicalismo es bueno, entonces, ¿por qué los repetimos? Disfrazar con apariencia legal actitudes partidistas o populistas solo nos puede llevar a fraccionar más la sociedad que forman los sujetos que han hecho esa historia. Cercenar todo aquello que no nos guste puede acabar con una absurda amnesia colectiva que haga tener como argumentos de autoridad a referencias que no lo son y a solicitar eliminar posibles verdugos que nunca lo fueron. Si no queremos acabar como aquellos locos que destruyeron las reliquias del museo de Kabul debemos de tener cuidado con lo que solicitamos, animamos o fomentamos.

Nuestra historia, la de nuestro pueblo, la de nuestra sociedad civil, la construimos entre todos. La memoria es del colectivo, del grupo, de la sociedad. En ella habrá tanto dolor como alegría, pero esa es la historia. Responsabilidad nuestra es cómo tratarla y presentarla. Ser honesto es una obligación, no un detalle decoroso. Estirar el chicle hacia los extremos solo nos llevará a que se rompa en dos.

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