Reconozco que la vida de los mártires siempre ha tenido para mí un punto atrayente y, a la vez, ha creado en mi interior una cierta prevención. Puesto que, cuando leo o escucho las historias de aquellos que murieron por ser fieles a su fe en Jesucristo, me doy cuenta de que en mi interior hay un anhelo de algo más, que no acaba de casar con todas las aspiraciones que la vida te ofrece porque solo puede verse colmado con el encuentro con Dios. Pero, a la vez, al acercarme al testimonio de los mártires, siento temor. Por un lado, por el miedo al dolor físico que todas sus historias narran con mayor o menor lujo de detalles. Y, por otro, porque siento que la tentación viene a mí en forma de preguntas incómodas: ¿no llegarían demasiado lejos con sus aspiraciones?, ¿no serían un poco fanáticos?, ¿no habrían podido conseguir hacer el bien más y mejor si no hubieran sido asesinados?, ¿no pusieron en peligro a sus seres queridos con su martirio? Todas estas preguntas me hacen ver que, mi anhelo de trascendencia y coherencia, siendo verdadero, está entremezclado con otro de inmanencia que me mantiene muy pegado a mis cosas.

Por ello, creo que a la hora de acercarnos al testimonio de los mártires tenemos que hacerlo teniendo en cuenta algunas claves importantes. En primer lugar, saber que los mártires no eran superhéroes o semidioses que lo tuvieran todo claro, como muchas hagiografías nos han querido hacer ver. ¡No! Los mártires fueron personas con sus dudas, pero que pusieron a Dios en el centro de sus vidas y así, llegado el momento de la persecución, pudieron vencer sus miedos y dejar que fuera el Espíritu quien diera testimonio por ellos (Mc 13, 11).

En segundo lugar, no hay que pensar que los mártires despreciaron la vida en todo momento y buscaron la muerte por todas las esquinas. Lo cierto es que, la mayoría de los mártires entendieron que la vida era un regalo de Dios y por ello trataron de vivirla en plenitud desde Él. Pero, a la vez, supieron que la vida no valía tanto como la fe. Por ello, llegado el momento de tener que elegir entre vivir desde la traición y la hipocresía o morir desde la coherencia y la unión con Dios, se entregaron a sus verdugos y los perdonaron, sabiendo que Dios les esperaba más allá de la muerte.

En tercer lugar, y muy unido con el anterior, los mártires nos muestran que la fe no tiene solo una vertiente interior o intimista, sino que también tiene otra pública o social (cosa que hoy a veces tendemos a olvidar o a domesticar). Por ello, muchos mártires fueron asesinados por participar en la Eucaristía, por negarse a apostatar públicamente de su fe en el Dios de Jesús o por no querer ser cómplices con sus actos o con su silencio ante actitudes y prácticas que denigraban la dignidad humana.

Y, en cuarto lugar, los mártires nos enseñan que el cristianismo no es una religión que ayude a buscar la realización personal, o la calma existencial, sino que es un camino que lleva a la plenitud del amor (que como decía santa Teresa de Calcuta, muchas veces duele).

En el fondo, si los mártires siguen siendo actuales no es por la cantidad de sangre o de sufrimientos que tuvieron que pasar en el momento de su muerte, sino más bien porque nos muestran que nuestra vida solo tiene sentido si se entrega, aunque esto signifique llegar hasta las últimas consecuencias. Por ello, aunque lo más probable es que ninguno de los que leemos este post muramos como mártires, estoy seguro de que su testimonio puede ayudarnos a hacer que Dios sea de verdad el mayor tesoro, el fundamento y la clave de nuestra vida.

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