Tengo unos amigos que hace unos años me regalaron un azulejito pequeño de esos que tienen un refrán pintado. Lo habían comprado en Irlanda y en traducción libre diría algo así como: «Señor ayúdame a tener la bocaza cerrada hasta que sepa de qué estoy hablando».

Como todos los regalos con mensaje, este iba dirigido a los que solemos hablar mucho, y por desgracia, opinar más allá de lo conveniente. Pero el mal de muchos siempre es un consuelo, y me sorprendo muchas veces rezando la jaculatoria, ya no por mí sino por amigos, compañeros, tertulianos de programas de radio, entrevistados de programas de televisión y cualquier ocurrente al que dejan un micrófono y decide aprovechar su minuto de gloria. Y no se trata de no tener derecho a hablar, que lo tenemos entero, no es eso. Sino de lo que plantea la oracioncita dichosa: ¿pero sabrá de qué está hablando? ¿somos conscientes de lo que decimos?

Los medios de comunicación de masas son masivos, veinticuatro horas de información, música y palabras, palabras, palabras… que lo llenan todo. Y que nos llegan a todos. Imposible vivir aislado, e imposible reducir el caudal de información que nos llega. En el fondo asistimos a una devaluación de la información. Lo más sublime y lo más absurdo se encuentran, lo más grave y lo más superficial se mezclan, la cantidad de información hace que la calidad sea un lamento inútil.

La reina es la audiencia, y la audiencia lo traga todo, lo digiere todo y al final todo se orina, porque es el modo de expulsar las neuronas fallecidas o aniquiladas, que ya no se sabe. Y entre los daños colaterales se encuentra el valor de la palabra. Son ya tantas que de cuál nos vamos a fiar. Y así nos vivimos, en esa desconfianza radical que nos deja tranquilos y nos alivia de aquél antiguo esfuerzo que llamaban crítica y que parece imposible hoy en día porque no sabe uno ni por dónde empezar. Y este aluvión de palabrería tiene otro efecto secundario no menos dañino, ya no es sólo la palabra ajena la que pierde valor, también la propia. La mía es una más en medio de este océano de voces, y vale lo que valen las demás, es decir, muy poquito.

Y sin embargo la palabra es una de las realidades humanas más profundas. Para los cristianos es algo definitivo: la palabra se hizo carne. Y compartió nuestros caminos, y se sentó en nuestra mesa para decirse, para darse. La palabra es medio divino para el encuentro con todo lo humano, y es signo humano para acariciar y soñar lo divino. La palabra es lugar de encuentro, de compromiso, de descanso, de ayuda, de lucha, de consuelo y de silencio. En la palabra podemos llegar a ser todo lo que somos, o podemos evaporarnos como el aliento. Porque la palabra no es sino el rostro arriesgado de vivir.

Me gustaría saber siempre de qué estoy hablando, significaría que soy consciente de mi vida, de los valores que me guían; y ojalá que aprenda a tener mi bocaza cerrada cuando no está hablando con sinceridad. Seguro que estaré callado mucho más tiempo, y podré escuchar mejor.

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