Hay noches en las que, al mirar por la ventana antes de echar las persianas, veo luces encendidas en los edificios de oficinas que hay cerca de mi casa. Estas luces van apagándose y encendiéndose, cambiando de plantas y zonas de los edificios. Detrás de ellas hay personas que, a esas horas, están limpiando el edificio para que todo esté en perfectas condiciones cuando lleguen los trabajadores a primera hora de la mañana.
Igual que ellos, hay otras personas que trabajan durante la noche para que muy de mañana, podamos tener el pan y el periódico en nuestra mesa de desayuno, arreglan los baches de una carretera, gestionan las solicitudes que hemos enviado, arreglan los problemas técnicos de nuestra conexión a internet, etc.

Son gente anónima, que trabaja desde el silencio, la mayoría de las veces sin reconocimiento, pero que hace que la vida sea mucho más fácil (y algunas veces sencillamente posible) para los demás. Normalmente no les damos las gracias por su trabajo porque, o no les conocemos o ni siquiera somos conscientes de que su trabajo exista. Pero en el fondo, creo que todos estamos de acuerdo al afirmar que se trata de personas que realizan el trabajo sencillo y escondido del que habla el Evangelio.

Hoy celebramos a una de estas personas, al jesuita san Alonso Rodríguez que, sencillamente, pasó su vida siendo portero del colegio de Montesión en Palma de Mallorca. Él, de alguna manera, personifica a todas estas personas anónimas que dedican su vida a hacer más fácil a los demás la suya, encontrando allí a Dios y haciendo que los otros puedan también verle en él. Por eso su ejemplo (aunque lejano en el tiempo), nos sigue pareciendo actual, pues conecta con algo esencial de las personas: el servicio.

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