Eso es, al menos, lo que piensa mucha gente, tanto la mayoría de los no creyentes como quizás algunos de los creyentes. Y es verdad que por desgracia hay gente que, por distintas circunstancias, se separa dos, diez y hasta cuarenta años después de la boda. Personas que pecan de lo mismo justo después de confesarse y bautizados que no pisan una iglesia en la vida.
Pero los tiros no van por aquí.
Yo no niego que los sacramentos no sean “inútiles”, pero a los ojos del mundo. La realidad es que rezar por un familiar enfermo no le va a cambiar necesariamente un mal diagnóstico -pero te va a hacer amarle más-. “Inútil” es un niño torpe, o una persona con discapacidad, o un enfermo terminal, o un inmigrante sin papeles, pero por todo ello se convierten en espacio sagrado. “Inutil” es contemplar un atardecer, leer un poema o dar un beso. “Inútil” es ir a misa, tener una conversación sobre temas banales o hablar con alguien al que nadie soporta. Hoy por hoy, lo “inútil” nos humaniza, porque nos abre más si cabe a lo sagrado de la realidad.
Si miramos nuestra propia historia, recordar no es conservar los momentos de máxima eficacia, sino volver a pasar por nuestro corazón aquello que es inútil, y nos ha tocado en lo más hondo de nuestra historia.
Lo “inútil” nos acerca a lo profundo, a lo importante. En un tiempo mediado por el “me renta” y “no me renta”, por eso necesitamos espacios donde no nos juguemos todos a la carta de la utilidad. Lugares que llenen de sentido nuestra existencia, que nos abran la puerta a lo sagrado, al misterio de la vida, a lo importante, a lo trascendente. Lugares que, como los sacramentos, nos recuerden en nuestro día a día que nos lo jugamos todo en la “inutilidad” de la realidad.
Y en tu vida, ¿cuáles son los espacios de inutilidad?