Quizás mi falta de paciencia con los impuntuales dice tanto de ellos como de mí. Sea como sea, tengo que reconocer que la impuntualidad crónica me saca de quicio. No me refiero a una circunstancia coyuntural que a todo el mundo le puede afectar. Ninguno estamos libres de una situación imprevista, de un trámite que dura más de lo esperado, de un atasco, o hasta de un despiste. Pero la cuestión es que la mayoría de veces, quien es puntual, lo es prácticamente siempre (quizás se haya acostumbrado a calcular mejor los tiempos, a darse margen para no ir tan al límite que cualquier obstáculo suponga un retraso, a dejar la tarea comenzada, o es que no le gusta el riesgo, yo que sé). Y en cambio, están quienes siempre son impuntuales. Siempre llegan tarde. Diez, quince minutos, lo que sea… y como se te ocurra decir algo, el problema lo tienes tú «es que cómo te pones». A veces un WhatsApp sobre la marcha parece ya coartada. Pero, ¿de qué sirve que, cuando estás esperando en el lugar y hora acordado, te entre un mensajito diciendo «llego diez minutos tarde», cuando tú tal vez has dejado algo que tenías entre manos, una tarea, una conversación, o un libro que estabas leyendo, para no llegar tarde? Y piensas, ¿no podrían haberme avisado hace un cuarto de hora? Y ahí andas, pasmado, y esperando.
Sé que quizás exagero, y no hay que ponerse dramático de más. Vale, la impuntualidad no es un crimen, ni es para negarle al otro el saludo, por supuesto. Pero cuando es algo constante, sí que me parece una forma de egoísmo. Es decirle al otro: «Tu tiempo no me importa. O no vale tanto como el mío». Y aunque no sea intencionado, ni consciente, ni sea esa la intención, en realidad sí que lo estás diciendo –por vía de tus hechos–.
En el reverso, ¿puede ser que yo tenga que relajarme de vez en cuando? Pues también.