Una muerte joven siempre impresiona mucho. Y si además es la de alguien como Kobe Bryant, de golpe provoca reacciones infinitas. «La muerte parece llegar demasiado pronto». «Las cosas no tenían que ser así». «¿Por qué él?». «No puedo creerlo». Estupor, negación, enfado, pena… Hoy las redes se llenan de homenajes, de mensajes, de lamentos, de perfiles sobre una figura que deja una huella imborrable en el baloncesto.
Pero este artículo no es sobre Kobe Bryant. Ni sobre el drama de su muerte, más atroz aún pensando que también fallecieron su hija, aún una adolescente, y varias personas más.
Grande el legado que deja. Y grande la pasión que puso en un deporte con el que hizo disfrutar a muchos.
Pero este artículo es sobre la vida. La vida que todos tenemos. Que terminará con la muerte, que puede llegar en cualquier momento. La muerte no entiende de títulos, de éxito o fracaso. Y de duración entiende algo, pero no demasiado, porque ninguno tenemos una edad garantizada, salvo la que contamos en este momento. No es que debamos vivir asustados, temerosos de un accidente o amenazados por la parca que está esperando tras alguna esquina. No es que la perspectiva de morir, o de perder a quienes amamos, tenga que paralizarnos. Pero sí debería darnos perspectiva. Para dedicar el tiempo a lo que creemos importante. Para amar de la mejor manera que sepamos. Para encontrar una pasión que llene nuestros días. Para no perder el tiempo en batallas vanas. Para no dejar para «algún día» lo que pensamos que debe ser «cuanto antes». Para llamar más a menudo a nuestros seres queridos. Para decirnos más las cosas buenas. Para preguntarnos, aún con mucho vértigo, si esto es todo o si hay algo más. Para vivir, cada día, sabiendo que puede ser el último.