Vivimos días raros. Días en los que ser héroe es quedarse en casa para que, quienes no pueden hacerlo, no se vean en la obligación de ser aún más héroes. También son días en los que la soledad es a la vez un don y un castigo. En los que echamos de menos: a personas, sobre todo a personas, pero también rutinas, momentos, caprichos…

Y para responder a esta anómala situación, desde el inicio del confinamiento en España han surgido decenas de iniciativas: para rezar, pero también para acompañar, para hacer comunidad, para apoyar a unos o a otros. Los aplausos a las 20:00 h, las eucaristías en streaming, los retos con un rollo de papel higiénico, los conciertos de Instagram. Todo ayuda.

Por supuesto, la mayoría de iniciativas no surgen por generación espontánea. Detrás de cada una de ellas hay un esfuerzo de varias personas que piensan, trabajan, se dejan las horas desde casa para que todo tengas un sentido y sirva para un fin; para que esa conexión a YouTube sea lo mejor posible; para que esa meditación u homilía sirva a quien lo oye.

¿Y por qué lo hacen? ¿Por qué no aprovechan el confinamiento para estar en casa tranquilamente, leyendo o haciendo eso que siempre quisieron hacer y nunca pudieron? ¿Por qué no explorar todo el catálogo de Netflix a sabiendas de que cuando todo esto acabe, volverán a la rutina imposible?

Porque es importante mantener la esperanza. «La esperanza no cura», me decía un amigo, escéptico ante iniciativas de tipo religioso y cultural. Pues no, la esperanza no cura el cuerpo, para eso están los médicos y la responsabilidad de cada uno de tomar las precauciones necesarias. Pero la esperanza alimenta el fuero interno. Y en estos días la esperanza es el bien intangible más necesario.

Porque si dedicas 12 o 14 horas en un hospital a atender docenas de pacientes sin apenas medios, la esperanza es la que te empuja a hacerlo con una sonrisa, a pesar de la extenuación y el miedo. Porque si tu esposo o tu mujer se ponen enfermos, la esperanza te ayudará a mantenerte lo más fuerte y sereno posible. También la esperanza está para no sucumbir al sufrimiento por los que se van. Porque sin esperanza, y a falta de abrazos, la vida se pone muy cuesta arriba.

Quién iba a decirnos que la palabra en 2020 iba a adquirir un peso tan enorme. Somos más responsables que nunca de que nuestra palabra transmita algo. De que nuestra palabra sea abrazo, caricia y calor. De que nuestra palabra sea, en definitiva, esperanza.
La esperanza no cura, no. O al menos no en el sentido físico. Pero hoy, sin esperanza, no saldríamos de esta.

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