Si te ha tocado preparar alguna actividad pastoral sabes lo que cuesta organizar las cosas, intentas que el precio sea lo más bajo posible, los monitores duermen mal y comen peor y, hasta en muchos casos, ponen dinero de su parte. Y es que esta dinámica de austeridad y de querer llegar a todos es algo tan necesario como evangélico y responsable, porque hay que sacar las cosas adelante. Y a su vez, sabemos que un buen acompañamiento sería pagado carísimo en el mercado laboral, o el participar de unos Ejercicios Espirituales sería mucho más costoso bajo el paraguas del coaching.
Sin embargo, este esfuerzo a veces se vuelve desolación cuando te das cuenta del coste de otras tantas actividades ofrecidas en los colegios –o por otras instituciones que trabajan con jóvenes como equipos de fútbol o academias de idiomas, por citar algunos–. O ves cómo después alumnos y familias se quejan de cada céntimo extra pero gastan unas barbaridades en cosas que son de todo menos necesarias. Y así, para las cosas de Dios el espíritu low cost, y para el placer la versión premium, porque nos gusta lo bueno. Y es aquí cuando se desvela una tensión propia de nuestro tiempo: si las cosas no cuestan dinero, no les damos el valor suficiente, lo cual es una auténtica pena.
Aquí no vale cualquier fórmula, pero sí recordar que si la pastoral se considera importante tiene que costar algo de dinero y tener calidad, y para ello debemos contribuir entre todos los implicados, dependiendo de lugares, tiempos y personas, porque los frutos después recaen en todos. Sin olvidar que, en ningún caso, la pastoral no puede jamás volverse un negocio ni olvidar a los que menos recursos tienen y asumiendo que, por suerte, hay cosas que no se pueden pagar con dinero. Porque la gratuidad de Dios es para todos, todos y todos.