Pasarán las memorias del personaje.  Ese Mario Vargas Llosa del papel couché y los mentideros. Pasarán las noticias del corazón y la farándula de los últimos años. Pasarán las crónicas del amor y el desamor, desde los escarceos con la tía Julia hasta los amores tardíos del seductor maduro casi reconvertido en uno de los protagonistas de sus novelas. Pasarán las historias sobre su amistad truncada con Gabriel García Márquez. Pasará la memoria de su fallido intento de convertirse en líder político en su Perú natal. Pasarán las anécdotas. Y la indisimulada alegría de recibir al fin aquel Premio Nobel esquivo, que por otra parte se ha negado a tantos otros autores inmortales.

Pero no pasarán sus historias, la maestría con las palabras, la forma de relatar y plasmar la condición humana. Mi primer encuentro con la obra de Vargas Llosa fue un verano en que cayó en mis manos “La fiesta del Chivo”. Yo sabía que era un escritor ya consagrado entonces, y había oído hablar de “Pantaleón y las Visitadoras”, de “La ciudad y los perros”, o “Lituma en los Andes”, por citar algunos de los que me sonaban. Pero realmente no había leído nada suyo.  Luego, más tarde, los leería. Y años después me fascinaría de nuevo “El sueño del celta”.

Pero “La fiesta del Chivo” fue una sacudida tan brutal como supondría, unos años después, leer “Maria Antonieta” de Zweig. Fue enamorarme de la vocación del escritor. Me fascinó esa manera de narrar. Leí con desasosiego, con miedo, con horror y con angustia al irme adentrando en la historia de aquel personaje siniestro, aquel dictador brutal y aquella forma de manipular y controlar a una sociedad entera.  Recuerdo haber pasado meses sin quitarme de la cabeza la mezcla de realidad y ficción que entrelazaba a Leónidas Trujillo, a Urania Cabral, a Joaquín Balaguer…  

Y por eso hoy, cuando el mundo evoca, en su fallecimiento, la figura del escritor, yo solo puedo agradecer su legado. Porque las palabras quedan. Se borra la memoria de los aciertos y los errores, de las salidas de tono y las formas de comportarse. Se difumina el personaje. Pero queda el amor por las palabras que crean o recrean mundos, la precisión con que los términos diseccionan interiores, describen virtudes y miserias, ridiculizan la pompa y ensalzan la grandeza del ser humano. Queda la agudeza para observar la condición humana y la brillantez para plasmarla en una página. Queda el amor por las palabras.

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PastoralSJ
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