Por muy humano que sea el errar, a nadie le gusta. Ante esta realidad existen dos maneras de proceder. Hay quienes, aunque no les guste, aceptan el error como una oportunidad para aprender y mejorar. En cambio, hay personas para las que aceptar el error es una tarea muy dificultosa. Lejos de ser una oportunidad, el equivocarse representa una amenaza a su dignidad. Para estos no basta ser bueno, se tiene que ser perfecto. Y si bien en lo más íntimo de sus secretos aceptan que jamás serán perfectos, por lo menos intentan aparentarlo ante los demás. Este modo de proceder tiene un nombre, perfeccionismo, y somos muchos los que caminamos por su laberinto.

El afán por ser perfecto suele nacer de aquellas experiencias en la vida que nos enseñaron que cometer algún error llevaba al castigo, al rechazo, al desprecio o al olvido. Inconscientemente se comienza a creer que el amor, la aceptación, el reconocimiento, el éxito y el sentido de valor –elementos tan fundamentales para nuestro bienestar– se ganan solo con la perfección.

El perfeccionismo ni es alivio, ni es solución. Es un mecanismo de supervivencia. Se entra en su laberinto cuando no se encuentra otra alternativa de cómo vivir. Caminar por él es una lucha ardua y solitaria, ya que resulta difícil pedir ayuda y arriesgarse a que nuestras imperfecciones sean expuestas a los demás.

Lo más doloroso para un perfeccionista es sentir que falla porque esto inmediatamente lo interpreta como no ser digno de amor, aceptación, o respeto. Por eso es tan difícil salir de este laberinto. El perfeccionista debe primero reconocerse como tal, y esto no es fácil, puesto que ese reconocimiento ya va contra la propia perfección.

Aceptar tu propio perfeccionismo requiere algo de honestidad y mucha vulnerabilidad. ¿Qué pasará cuando los demás sepan que has caído en el error del perfeccionismo (porque eso es lo que es, un error)?  Sabrán que eres humano, y en eso no estás solo.

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