Siempre me ha resultado curioso el carnaval. Y no sólo por mi miedo escénico y por un sentimiento de vergüenza propia y ajena que me da escalofríos sólo de pensarlo, o por los residuos de infantilismo que en ocasiones suelen emerger. Sobre todo por la insistencia del ser humano por desdoblar su personalidad, y así jugar entre lo verdadero y lo aparente, lo que somos y lo que nos gustaría ser en nuestra propia vida, aunque tenga sus dosis de juego y de espectáculo necesario.
Más allá de conjeturas psicológicas donde sé que patinaría con relativa facilidad, a veces me pregunto cuál es el rol que damos a la autenticidad en nuestras propias vidas –y en nuestras propias relaciones, dicho sea de paso–. Porque más allá de la careta, cada uno ha de ser honesto con su propia historia, y preguntarse quién es y quién quiere realmente ser. Porque cuando nos queremos disfrazar las ocurrencias salen rápido, pero cuando nos preguntamos quiénes somos realmente, un incómodo silencio invade nuestro pensamiento.
A medida que pasan los años, te das cuenta de que la vida no es un carnaval y que además de risas hay momentos de sangre, sudor y lágrimas. Y aunque a veces sea necesario disfrazarse y jugar a ser lo que no somos, la vida requiere ciertas dosis de autenticidad y pensarse bien las cosas. Sólo reconociendo quiénes somos podemos conectar con nuestra esencia más profunda, la que nos invita a amar de verdad, la que nos lleva a tomar las riendas de nuestra vida, a no naufragar en la incertidumbre y a tomar las decisiones que haya que tomar.
Al fin y al cabo, para las cosas importantes no nos solemos disfrazar.