¡Bendito carnaval! Por fin puedo utilizar el traje de Elvis que me compré para una fiesta y que lleva meses en el armario. Tendré que dejarme buenas patillas o comprarme una careta. Qué ganas… en plenos exámenes, un día para olvidarlo todo o por lo menos para salir del rollo de cada día. Con suerte ligo y todo. Voy a prepararme el gangam style.

Quizás son estos pensamientos u otros similares los que me van a mover un montón de ilusiones preparando el próximo carnaval. Quizás sean espejo también de todo lo que disfrazo en mi vida.

Puede ser que no haya caído en la cuenta de todo lo que oculto tras un disfraz. Porque a nadie le cuento que me siento solo muchas veces o que plagié el último trabajo de la universidad. Le he puesto una máscara de éxito a mi soledad, una careta de placer a mis excesos vacíos de humanidad. Y, aunque una noche mola ir disfrazado, estoy molesto. Porque no quepo en el personaje que estoy creando, porque no he dejado espacio para nada que lleve la etiqueta de ‘frágil’.

Si me fijo bien, al lado del disfraz de siempre hay otras ofertas. La mejor, la de un Dios que pone todas las cartas encima de la mesa. Sin trucos. Puedo aceptarla porque me da confianza saber que me acompaña, que me conoce y que hace de lo vulnerable instrumento para ayudar a otros.

El año pasado los disfraces que más se vendieron fueron los de vikingo, policía y hada. Este año no me hacen falta. Me voy a poner lo mejor que tengo, voy a disfrutar como nunca. Voy a responder a Dios que me invita a ser auténtico. Que me acepta como soy, con todo mi potencial y toda mi debilidad. Será, por fin, carnaval: la alegría de ser como soy.

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