Hace unas semanas se presentaban en Francia las conclusiones del llamado Informe Sauvé. Se trata, pues, del resultado de una comisión independiente encargada por la propia conferencia episcopal para investigar y mostrar la verdad sobre la cuestión de los abusos sexuales a menores en el seno de la Iglesia gala. Un fenómeno sistemático y que implicaba desde sacerdotes hasta profesores de colegios católicos e incluso alguna religiosa, sin contar el rol de los que no denunciaron nada o sencillamente miraron para otro lado. Además del escandaloso número de víctimas –unas 216.000– y de la correspondiente vergüenza para la Iglesia –que abarca desde obispos hasta el último fiel que casi no va a misa– y polvareda mediática, se ha mostrado un excelente trabajo multidisciplinar, riguroso y serio, que más allá del dolor producido abre una senda hacia la escucha, la justicia y la conversión.

La actualidad de estos últimos años indica que la cuestión de los abusos está anclada en el corazón mismo de nuestras sociedades, y por desgracia ocurre también en otros ámbitos como en la cultura, en el deporte e incluso en la familia, lo cuál demuestra que es un fenómeno más profundo y arraigado de lo que creíamos hace años y que no se ciñe solo a la Iglesia Católica –algo que no reduce ni un miligramo la gravedad del daño cometido, dicho sea de paso–. Conociendo cómo es nuestra visión de la realidad polarizada, no me atrevo a pensar qué pasaría en España si se hiciese un informe parecido. Es verdad que hay políticos que se frotarían las manos y medios que afilarían sus cuchillos a más no poder, pero ni ellos, ni las ganas que tienen a la Iglesia, ni el vértigo que produce este asunto deben contaminar nuestro discernimiento. Este informe francés y su propia metodología nos recuerda que la referencia a la hora de abordar estos deleznables hechos no puede ser otra que el dolor de las víctimas y el deseo de justicia, pues por muchas o pocas víctimas que pueda haber un caso de abuso en cualquier lugar ya es de por sí demasiado.

En el fondo no es otra cosa que asumir este deseo de conversión que debe de existir en todo cristiano, un anhelo de justicia y de buscar con autenticidad una fe que nos haga mejores personas y que busca proteger al más débil. Probablemente la mayoría de las personas que participamos de la Iglesia no tenemos culpa directa –eso sí, hay sinergias de las que todos podemos llegar a participar– o ni siquiera conocemos algún caso, pero sí formamos parte de un cuerpo que debe asumir una responsabilidad y reconocer el mal cometido, y asumir con confianza que, aunque duela, la verdad nos hará libres.

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