Saltaba estos días la noticia que la IFAB (International Football Association Board) quiere implementar una nueva tarjeta: la tarjeta azul. Esta se sumaría a las ya conocidas amarilla y roja. El objetivo de esta nueva tarjeta sería el de sancionar al jugador con una expulsión del terreno de juego durante diez minutos. Los motivos por los cuales el jugador sería sancionado con esta tarjeta serían tanto las protestas excesivas al colectivo arbitral, como las veces que se frena con falta una jugada prometedora.
Estas dos situaciones me han hecho plantearme qué pasaría en nuestra vida, si la gente que nos quiere, nos sacara de vez en cuando una tarjeta azul. Sí. Aquellas veces que nos pasamos de frenada en las redes sociales –aunque a veces haría falta la tarjeta roja–; o cuando estamos protestones y tenemos la piel más fina de lo habitual. O los momentos en los que perdemos el foco de lo que le pasa a alguien de nuestro alrededor por estar a lo nuestro.
Utilizo este símil futbolístico para acudir a lo que nos va pasando. Como personas, como sociedad, vamos cambiando. La tendencia es que cada vez nos cuesta más sacar tarjetas rojas. Y quizás estamos demandando concreciones entre nuestros grises sin saberlo. O entre la roja y la amarilla, advertencia y penalización al mismo tiempo. También en el péndulo moral en el que nos movemos parece que necesitamos certezas que nos sostengan en el orgánico vaivén de tendencias que nos mueven o agitan.
Estamos iniciando la Cuaresma, y quizás podamos pensar si necesitamos alguna tarjeta azul. Si necesitamos ese «rincón de pensar» de Zipi y Zape. Si nos sentimos un poco en fuera de juego. Si pensamos más en que el equipo juegue para mí. Si creemos que la vida es continuamente injusta y desproporcionada con cada cual. Quizás sea el momento de sacar alguna tarjeta azul a algún hermano.
Sea como sea, que el balón del Reino siga rodando. Y nosotros, jugando en equipo.