Creo recordar que era Hannah Arendt quien decía que las cosas estabilizan la vida (también es verdad que ella no conoció los teléfonos inteligentes ni las tabletas). Pero si pensamos en las cosas no hechas de datos, tenía buenas razones para afirmarlo. No sólo porque parte de mi historia está en este suéter, o en esta pulsera, o en el disco de vinilo de mi grupo favorito. También porque hay cosas que, para ejercer su función, han de estarse muy quietas, y algo de su quietud se transmite a nuestra vida. Sería muy difícil, por ejemplo, escribir volando, o echarse una siesta en el mar. Para eso están la silla, la mesa y la cama. Quietas.
En el mundo de los muebles, sin embargo, hay al menos un par un poco especiales. No se mueven, es verdad, pero contienen en sí algo de movimiento. Son, podríamos decir, muebles de transición: la puerta y la ventana. Lo importante en ellos no es tanto su materia –aunque hay ventanas y puertas preciosas– sino el espacio que ellos mismos son y al que conducen. ¿Qué es más importante en una puerta? ¿La madera o el lugar al que me permite acceder? ¿Y en una ventana? ¿Sus hojas o el paisaje al que me abre? Todo tiene su importancia, pero no abrimos una puerta en el muro externo de la casa, ni una ventana hacia el cuarto de baño.
El mundo, también el inventado, está lleno de puertas. Algunas necesitan palabras mágicas para ser atravesadas. Por ejemplo, aquellas de Moria, el reino de los enanos, frente a las que se detuvo la Compañía del Anillo en su misión por salvar la Tierra Media. El enigma en élfico: «Di amigo y entra», no sólo recuerda la mucha intimidad entre el lenguaje y la vida, también que el amor es la magia que tenemos más al alcance de la boca. Algo de ese amor está también en las puertas, que son felices siendo atravesadas y dejadas atrás, permitiendo el acceso a otros lugares, a otras vidas.
«Yo soy la puerta», dice Jesús en el Evangelio de Juan. Puerta que es madera y aire, carne y Espíritu. Puerta que atravesamos, pero que aún más nos atraviesa, dejándonos siempre atrás. Misterio pascual que conduce a lugares que no podemos conocer a priori, pero que reconocemos inmediatamente cuando, cruzando el umbral, aparecen pastos y vida abundante.