El deporte y el dinero forman un matrimonio problemático. Quizás hubo una época en que las competiciones deportivas tenían más que ver con los grandes ideales. El olímpico lema “más alto, más rápido, más fuerte”, con su referencia a la superación personal y colectiva, y con su trasfondo casi mítico de una forma de afrontar los conflictos sin recurrir a las guerras, se ve ahora reemplazado por consideraciones mucho más prácticas. Escuchamos estos días análisis sobre los inmensos beneficios que la Olimpiada de 2020 proporcionará a la ciudad que resulte elegida. Asistimos a ligas de fútbol descompensadas, donde un solo jugador tiene una ficha que equivale al presupuesto de años de otros clubes. ¿Y con esa diferencia se quiere hablar de juego justo? La liga española, por ejemplo, es desde hace años un juego de dos en el que los demás se prestan a hacer de comparsas. Por no hablar de la desmesura de determinados sueldos, que se quiere justificar en nombre del mercado, cuando por otra parte no hay reparo en dinamitar el mismo mercado si se trata de hacer excepciones fiscales, de financiar a los clubes o posponer deudas millonarias. ¿Cómo nos va a extrañar que haya quien elija el atajo del dopaje para alcanzar su pedacito del pastel y la gloria?
El deporte de masas, con sus contratos millonarios, sus ingresos por publicidad, sus iconos mediáticos elegidos por las marcas para vender, sus ruedas de prensa, sus estridencias y sus sustancias ilegales, será un espectáculo, pero, ciertamente, es cada vez menos un juego justo. ¿Y no se debería tratar de eso?