Sí, ha muerto ella, «la abuela de España». Me refiero a Herminia, la abuela de Cuéntame. Y los seguidores de la serie lloran su pérdida.

Nos pasa. Y mucho. Nos encariñamos con personajes que no existen y los integramos tanto en nuestras vidas que, si los perdemos, sentimos que perdemos parte de nosotros mismos. A mí me pasó con un libro que leí poco antes del verano: lloré con una pena profunda la muerte de uno de los personajes, y odié con la misma intensidad a la mujer a la que tanto amó y que tanto daño le hizo.

Hay historias ficticias que provocan en nosotros un sobrecogimiento que sí es real. Nunca nos han ocurrido y, probablemente, nunca nos ocurrirán, pero nos identificamos con ellas porque hay algo detrás que sí es nuestro: el sentimiento que traspiran, la manera en que ha sido contado, lo que nos hizo vivir y sentir, cómo nos evoca algo que llevamos dentro y no somos capaces de sacar.

Yo he llegado a una conclusión: que cuando uno llora, llora por todo. Sí, llora por lo que en ese momento le ha producido dolor, pero también llora por ese perdón que nunca recibió, por esa conversación que se quedó pendiente, por aquel amor que nunca pudo olvidar, por esa discusión que sacó demasiados trapos sucios, por el trabajo no conseguido, por el recuerdo de aquel precioso verano, por el extravío de esos pendientes que significan tanto, por el ridículo hecho el día en que se declaró y fue rechazado, por la oportunidad perdida, por la letra de aquella canción que parecía estar escrita para uno mismo, o porque es domingo por la tarde y, ya se sabe, los domingos por la tarde son muy feos, la verdad.

Es normal que la muerte de Herminia haya dejado en shock a muchas personas que se han sentido un poco nietos de ella durante tantos años de emisión. Este tipo de cosas abre tapones que, como pasa con el champán, desatan una riada de lágrimas que nos hacen formar parte de algo que es de todos. Unas lágrimas que, además, sanan cuando ni siquiera sabíamos que teníamos que sanar de algo.

 

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