En la ciudad en la que vivo hay una calle que se llama El Silencio. No «silencio» a secas ni «del silencio» sino «El Silencio», el nombre popular con que se conoce a la cofradía en cuyo honor se rotuló la vía.
Al final de esa calle han colgado el siguiente cartel: «Santuario del silencio. Regálate un momento de calma y silencio. Con música suave o en silencio. Entrada gratuita» y un horario de apertura. El lector despistado podría pensar que es un reclamo en la puerta de la iglesia donde tiene su sede la cofradía del Silencio. Al fin y al cabo, en el interior de un templo puede uno regalarse momentos de sosiego con música de fondo o en completo silencio.
Pero no, se trata del escaparate comercial de un establecimiento que oferta cursos de meditación trascendental y yoga. No es el sitio ni el propósito entablar una disquisición sobre el diálogo interreligioso.
Pero ese reclamo nos avisa de que muchas veces nosotros mismos nos limitamos a la hora de acoger a tantos alejados, indiferentes o no bautizados como pasan por la puerta de nuestras iglesias, cuyo disfrute –el frescor en verano, el silencio en medio de las prisas de la ciudad, la contemplación del arte religioso…– limitamos con exclusividad alternativa al turismo o al culto. Fuera de esos usos en horarios rígidos, están, la mayor parte del tiempo, cerradas.
Qué bueno sería si entendiéramos nuestros templos como verdaderos santuarios del silencio donde desconectar el teléfono móvil y el asfixiante ajetreo laboral cotidiano, donde escuchar la voz de nuestro interior para meditar, para hacer oración sin que nada nos distraiga ni nos perturbe. Donde, en definitiva, escuchar lo que Dios nos quiere decir al corazón…