La mayoría de los elementos que aparecen en la Tabla Periódica de Química (muchos de ellos muy conocidos y tan vitales para nosotros como el carbono y el oxígeno) no aparecen solos en la naturaleza. Cuando les digo esto a mis alumnos se quedan como extrañados pues, al verlos de manera independiente en dicha tabla, creen que es así como los encontramos en la naturaleza. Pero lo cierto es que la mayoría de esos elementos aparecen unidos entre sí formando moléculas o redes, bien entre átomos iguales, o bien entre átomos diferentes. La razón es porque unidos consiguen la estabilidad que no tienen cuando están solos: la de alcanzar ocho electrones en la última capa. Como no todos lo tienen, se unen, bien dando unos lo que a otros les falta o bien compartiendo. Pero no todos lo hacen: ahí están los gases nobles, que ya tienen esa estructura que ansía el resto. Ellos ya la tienen. ¿El precio? La soledad.
A nosotros nos pasa como a esos elementos de la Tabla Periódica que no son nobles: necesitamos unirnos porque sabemos que solos estamos incompletos, aunque no queramos a veces reconocerlo. Ese deseo de unidad nos salta de vez en cuando, especialmente en los momentos de máxima alegría. Nos pasa ahora, exaltados por la victoria de un bravísimo Nadal, que todos compartimos como si fuera nuestra, como si cada uno de nosotros conformáramos un cachito de este formidable tenista. Y nos pasó cuando ganamos el Mundial de fútbol en Sudáfrica: todos entonces fuimos una misma cosa, porque todos nos sentimos ganadores. Me acuerdo en estos momentos de la película Invictus, en la que un Mandela recién nombrado presidente de Sudáfrica intuye que es a través del rugby como ese pueblo tan fracturado puede unirse más que nunca, sintiéndose un solo pueblo.
En muchos momentos de nuestra historia nos hemos unido muy fuertemente. No solo en los momentos de euforia, también en los de máxima adversidad, como nos ha pasado hace poco con esto del COVID. Pero es triste cómo esa unidad en la que creemos en unos momentos determinados puede romperse ante el más mínimo revés. Entonces nos surgen las diferencias, los reproches, las rupturas. Se nos olvidan cuáles fueron los motivos que nos unieron, y volvemos a pensar en nosotros mismos: en lo que no nos gusta del otro, en lo que necesitamos para sentirnos mejor y que el otro no puede, no quiere o no es capaz de darnos. Y sumidos en esa decepción, dejamos de buscarnos, desconfiados y temerosos de que nos quiten o nos hagan daño, olvidando lo que un día fuimos capaces de hacer juntos.
Si fuéramos más conscientes de que, verdaderamente, estamos incompletos y que esos huecos se llenan con lo que los otros pueden aportarnos (y viceversa), quizás entonces sentiríamos la conveniencia y necesidad de unirnos. A lo mejor ese es el sentido de sentirnos incompletos. La unión nos estabiliza, nos hace ser mejores y más útiles. Porque, ¿alguien quiere ser un gas noble e ir solo por la vida? Yo creo que no. No estamos hechos para ello. Lo sabemos porque, recordemos, los momentos más felices de nuestras vidas nunca han sido momentos de soledad absoluta, ¿verdad? Siempre hubo alguien, los otros, y también Dios. Ese sí que entiende de unidad, a pesar de que, como un gas noble (¿qué digo? ¡Mejor que ellos!), no nos necesite para nada. Ahí está su grandeza.