No siempre hay coloridas luces por las calles ni, de hecho, calles por las que pasear. No siempre hay compras, lotería, regalos o comilonas. No siempre hay reuniones familiares. No siempre puede uno quejarse de vicio. Hay lugares donde no toca hacerlo.
Este año, en fechas navideñas, echaré de menos ir a misa en la cárcel. Y eso que la Navidad en prisión se queda muy desnuda. Falta mucha alegría y sobra sufrimiento, faltan muchas personas queridas y sobra mucha soledad entre paredes. Faltan muchas sonrisas, mientras sobran lamentos. Faltan también algunos regalos, mientras sobran carencias de tanto. No corráis, que no voy a idealizarla y decir que la auténtica Navidad sea la que se vive entre rejas, tan a la intemperie. Todo lo contrario. Creo, más bien, que nadie debiera vivir estas fechas en una celda, aunque resulte inevitable.
La Navidad en la cárcel supone para muchos reclusos tan solo unos días en los que seguirán sin poder ver a su gente; muchos te dicen incluso que la odian, que les toman el pelo cuando la ‘magia’ de la Nochebuena se reduce a dos polvorones tiesos, tres langostinos mal cocidos; cuando se espera de ellos agradecimiento porque les permiten quedarse en el chabolo viendo la programación navideña en televisión. Te cuentan que hace mucho frío, aunque funcione la calefacción. Debe de ser un frío distinto, que no cala en los huesos, sino más hondo.
Mientras se alarga la homilía, sentado allí entre los presos, uno escucha sus desahogos más que atender al cura. Pero al terminar la misa, las caras no suelen ser tan largas ya. Llega el momento de ver a tanto hombre rudo acercarse a besar con ternura la imagen del Niño, y entonces la Navidad se hace bien real, porque se abre paso la esperanza. En la cola, esperando su momento, uno comienza a ver ojos vidriosos. No por lo que cabría esperar después de oír tanto drama. Asoma una sonrisa y se contienen las lágrimas. Y las miradas hablan de confianza en que si Dios quiso hacerse un Niño pobre y ser adorado por pastores –marginados del momento–, si Dios quiere seguir haciéndose Niño y ser adorado por los reclusos –marginados de hoy y siempre–, es que entonces Dios elige una vez más ser su alegría, su regalo, su visita. Ese Niño Dios les grita sin palabras que Él no les va a dejar solos y que, un año más, nace a sus vidas –como a las nuestras– para reconciliarlas, para darles sentido, para abrir nuevos caminos que lo hagan todo nuevo.
Esta Navidad tendrá toda cárcel los mismos enfados y quejas, se seguirá echando de menos, seguirán sin tocar loterías. Pero esta Navidad, de nuevo, hará menos frío al contemplar al Niño. Menos de ese otro frío.