Hay muchas maneras de vivir la enfermedad. Quizás tantas como personas. Hay enfermos encantadores, que te hacen sentir desarmado por la calma, la hondura o la madurez con que afrontan la dificultad. Y hay otros que se rebelan más, protestan más, o a quienes les cuesta más aceptar lo que toca. Pero no quisiera caer en una división que inmediatamente haga pensar que es que «hay que ser buen enfermo», e imponer a quien tiene que sufrir la enfermedad una carga extra, que es la de tener que llevarlo con garbo y elegancia, para tranquilidad del resto. Sería muy injusto. Porque hay afecciones que son un trastorno, una faena, un verdadero mazazo, y bastante tiene quien las padece con lidiar con todo el malestar que le toca.

La enfermedad es otra de esas intemperies difíciles, y muchos no sabemos cómo reaccionaremos si nos toca (o cuando nos toque). Y no me refiero a esos días en que te afecta un resfriado un poco severo, o una gripe puntual. Me refiero, más bien, a esos males que, cuando llegan, lo trastocan todo porque, de algún modo, cambian la vida. Te obligan a desprenderte de seguridades y ritmos, te imponen nuevas rutinas, te hacen dolorosamente consciente de límites que sabías que estaban ahí pero nunca tomaste demasiado en serio. Puede que te haga dependiente, y que esa dependencia la vivas mejor o peor.

En medio de todo esto, la Navidad, con su carga de fiestas, sociabilidad, buen humor, alegría civil y alegría evangélica, puede vivirse de muchas maneras. Puede que te encuentres con más o menos ganas de celebrar. Puede que te sientas más o menos cercano a los tuyos (como digo, no hay dos maneras iguales de afrontar la limitación). Pero, sea como sea, lo cierto es que la encarnación también es una manera de Dios de asumir la enfermedad. Al hacerse humano, no lo hace siendo invulnerable, omnipotente, o inmune a nuestros males. Dios, en Jesús, es capaz de sufrir, y de pasar dolor. Y en su comprensión del ser humano pasará por este mundo respondiendo de varias maneras a la enfermedad que ve alrededor. En concreto, tres llamadas que, quizás, en esta Navidad podemos acoger. Una, la de convocarnos en la debilidad. Del mismo modo que el niño nacido en el portal convoca a sabios, pastores y gente sencilla. «Estuve enfermo, y me visitasteis», dirá este niño cuando se haga hombre. Dos, la de liberar. Jesús tocará heridas y sanará enfermedades (de fuera y de dentro). Quizás la sanación más honda es la de quien consigue que la enfermedad no lo defina todo de uno. Uno puede que esté enfermo, pero no es un enfermo, sino que es una persona -que está enferma-. Y he ahí la liberación más profunda, la de quien se niega a dejarse definir tan solo por una situación. La libertad que traerá este niño-Dios no es la de la invulnerablilidad, sino la de no dejar que lo vulnerable que hay en nosotros se convierta en la única definición de nuestra humanidad. Por ultimo, Jesús negará esa mirada que culpa al enfermo de su situación. «¿Qué he hecho yo para merecer esto?», o «¿Por qué, Señor, nos mandas esto?», son versiones de una mentalidad que a veces quiere encontrar sentido y motivos donde no están.

Quizás la enfermedad sea otra manera de ser como los pastores que, fuera de las murallas, están más preparados para escuchar la buena noticia del Dios-con-nosotros.

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