Le dijo el diablo: «Tírate del alero del templo y haz que tus ángeles te recojan». Ya verás. Les dejarás flipados. A tu lado Baumgarten va a ser un aficionadillo, con sus paracaídas de alta resistencia. Demuéstrales quién manda, asómbrales con un truco inimitable. Da espectáculo, y ya verás cómo te adoran.

Pero Jesús rechaza esa promesa. Consciente, acaso, de que el espectáculo de hoy es menudencia mañana. Lo que hoy iluminan los focos pasará pronto al rincón del olvido. El evangelio no se  vive con gestos ampulosos, demostraciones extraordinarias o magníficas representaciones. Se construye, a menudo, en lo invisible. Va creciendo en lo pequeño, como el grano que germina y del que va brotando la vida despacio. La fe también crece así. Y la vida del creyente, se va templando en los gestos pequeños, pero auténticos. En el amor concreto, aterrizado, posible. En la compasión que se pone manos a la obra. No es la grandeza de quien domina a base de trucos y artificios, sino la autenticidad de quien convence con su propia vida.

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