«En esa voluntaria esterilidad encontraba otro síntoma del fracaso de unas vidas presididas por un feroz egoísmo».

Esto dice el protagonista de la novela que leo, Blues de Trafalgar. Una afirmación dura y rotunda. 

Soy madre desde hace 22 años, condición que ya me califica desde entonces, a veces, sin quererlo.

Me doy cuenta, si echo la vista atrás, de que la maternidad tiene mucho de abnegación. Algo así como que al tocar a ese niño por primera vez, al mirarlo, y sin ser consciente, pronunciaras un pensamiento que te enreda para siempre: «Hijo mío, te regalo mi vida».

Abandonas los viajes de aquí te pillo aquí te mato y ya no echas de menos las quedadas hasta las tantas. Se posponen libros y películas y la conversación sin interrupción. Se rompe tu agenda porque amaneció con anginas; aprendes a esperar callada lo que ves venir; si llega sintiéndose injustamente tratado te armas de valor para decirle que no tiene razón.

Sin pensar, porque no ya no tienes tiempo, tu vida se va transformando ajena al catálogo que se te ofrece: el cuerpo 10 por las horas de gimnasio; el ascenso profesional; el viaje ideal y hasta a «tu crecimiento personal».

Sus sueños son los tuyos, sus ilusiones, las tuyas, sus decepciones, también las tuyas.

Renunciar a lo tuyo, sin mirar atrás, dejando que otro crezca y te renueve.

Y es que para elegir, para elegir libremente, no queda más remedio que renunciar. Y quizá sea esto lo que tanto cuesta en este momento.

Eduquemos la libertad. La libertad para renunciar y hagamos que las cifras de nuevas vidas crezcan.

¿Estamos preparados para hacer semejante regalo?

A ver quién es el guapo o la guapa que dice sí quiero y, además, repite.

Hijo mío, te regalo mi vida y tú, de vuelta, me regalas ser una mujer nueva.

 

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