Hacen falta artistas, porque hace falta aquello que no hace falta: hace falta lo inútil, lo lateral, lo absurdo. O todo lo contrario. O nada. O.

Los artistas, el arte, el mundo, su dolor. Porque al mundo le duele el mundo y, a las personas, las personas. Y cuando a la persona le duele el mundo lo llaman inspiración, o tontería. «Tiene mucha tontería», dicen; «le duele el mundo», dicen. Y la palabra artística se convierte en terapia, porque «si el arte no cura, no es arte», decía Jodorowsky, con todas sus arrugas y con todo su arte.

Hacen falta artistas, porque solo a ellos les duele el mundo de manera cosmológica e infinitesimal; sin horarios, sin treguas, sin fines de semana. Les duele de manera narcisista y ególatra, y es el suyo un ego que convoca, y ese ego soy yo, y es toda la Humanidad. Soy todos, todos son yo.

Hacen falta artistas por su innecesariedad, por la innecesariedad de sus versos y de sus canciones, la polifonía cromática de su pintura, la mirada de su cinematografía; los espacios de su arquitectura, la coreografía de su tiempo, la melancolía, el estupor, el éxodo. La eterna frustración, la insomne búsqueda; la muerte y el dolor. El amor. Todo.

Hacen falta artistas, por ejemplo, sin embargo, además, sin duda. Hacen arte y falta, los artistas. Su loca luz, su corazón de otoño, la zozobra incesante de su quebrada voz. El arte y la ficción con que dialogan y sangran.

Hacen falta, y no saben hacer otra cosa que hacer falta.

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