Recientemente se ha admitido a votación la propuesta de someter a debate la regularización de una importante cantidad de personas migrantes en España. Es bueno que se hable del tema, porque nuestra legislación no está adaptada a los fenómenos migratorios actuales, y los migrantes se enfrentan a una realidad dramática. La caridad cristiana y la virtud de la hospitalidad nos piden ponernos en su lugar y buscar soluciones. Aunque esto no significa que todo sea fácil.
Habría que evitar dos polos. Uno es pensar que los inmigrantes no son nuestro problema, o incluso que son el problema. Es cierto que estas posiciones tenderán a exagerar los conflictos o dificultades que puedan derivarse del hecho migratorio para fomentar el rechazo. El otro polo consistiría en decir que cuando te quitas los prejuicios desaparecen los problemas, y por tanto quien ve problemas es el malo. Pero hay cuestiones que van más allá de lo subjetivo. De igual forma que los países de origen no pueden retener a toda su población, y las personas se ven forzadas a migrar, no está claro que un país pueda absorber todos los flujos migratorios sin fricciones.
Para abordar las situaciones de forma realista es necesario hablar de las dificultades, no pensar que desaparecen con no nombrarlas. La migración es un proceso complejo, y la acogida exige un esfuerzo de toda la sociedad, y también la adaptación de quienes llegan. La regularización seguramente ayudará a muchas personas, pero no es una solución mágica para todo.
Ojalá encontremos en el diálogo soluciones reales, sostenibles y responsables que nos permitan acoger a quienes se acercan a nosotros, al mismo tiempo que promocionamos las oportunidades de las personas para desarrollarse en su lugar de origen y sin tener que migrar forzosamente. Quizás, ahora más que nunca, nos valgan las palabras de Francisco: crear comunidades dispuestas a “acoger, proteger, promover e integrar a todos, sin distinción y sin dejar a nadie fuera”.