Hace unos años se publicaba un estudio que indicaba que un uso excesivo de Facebook provocaba mayor probabilidad de caer en una depresión. La explicación parecía sencilla: en Facebook es más fácil encontrar triunfos que fracasos. La mayoría de los usuarios presume de éxitos, pero cuesta encontrar estados en los que se comparta la cara más dura de la vida. Así el pobre que esté pasando por una mala racha, al ver que sus contactos no hacen más que comunicar sus glorias, acaba hundiéndose más en su desolación.
En estos días se anunciaba que varias organizaciones estadounidenses que se dedican a la prevención del suicidio están trabajando con Facebook para desarrollar sistemas que, según los estados que publican los usuarios, puedan indicar si una persona puede tener tendencias suicidas. ¿Es posible que un algoritmo detecte nuestras depresiones? Pues si hay un solo caso en el que se pueda acompañar a una persona a recuperar las ganas de vivir, habrá merecido la pena.
No solo en Facebook, en todos los ámbitos de relación nos es más fácil exponer nuestros éxitos que nuestras caídas y fallos. Varias veces he escuchado al superior general de los jesuitas, el P. Adolfo Nicolás, una frase que siempre me rechina y me deja pensando: “tenemos que celebrar nuestros fracasos”. Lo cierto es que cuando compartimos esos fracasos, esas derrotas y caídas con alguien que nos acoge surge una corriente de comunión especial, nos sentimos más auténticos y vivimos ese fracaso como parte de una vida que es difícil y preciosa, que reta y recompensa, que golpea y que abraza. Así podríamos poner un sincero «me gusta» a esos momentos difíciles que también nos constuyen.