Me encontraba en un evento deportivo, en una carrera atlética. Durante la entrega de premios, me percaté de que los asistentes nos encontrábamos alejados del estrado. Los premiados tenían que recorrer una gran distancia para llegar al podio y las personas entregando las medallas mostraban su desesperación al tratar de apurar a los participantes a acercarse o a llegar más rápido cuando eran nombrados. El evento se había extendido más de lo previsto con varios discursos y agradecimientos y ahora la entrega de premios se alargaba.
Asumí y constaté empíricamente, preguntando a algunos de los asistentes, que el motivo por el cual estábamos lejos del estrado era el fuerte volumen al que se encontraba el sonido. La música, la ubicua We Are the Champions de Queen, y los comentarios del animador, avasallaban a los presentes a un exceso de decibelios.
En la carrera, al igual que en otros eventos y lugares que había asistido, bodas, cumpleaños, bares, fiestas e incluso el cine, el volumen era exageradamente alto. En todos los casos, lo sufríamos, lo comentamos, batallamos para comunicarnos unos con otros, pero no hacíamos mucho por cambiar la situación. Aceptábamos que la estridencia entrara en nuestras vidas e interrumpiera la comunicación como algo que había que aceptar estoicamente. Como un precio a pagar por la diversión y la vida moderna o tal vez imaginamos que opinar sobre el volumen delata nuestro avance en años.
Entre el ruido, deducía que, en general, el volumen ha subido en nuestras vidas. Cómo la estridencia se ha hecho cada vez más una constante en la ajetreada cotidianidad que nos hemos impuesto. Cómo cada vez más, gritamos para ser escuchados, para llamar la atención, para debatir y probar nuestros puntos. Cómo cada vez más apabullamos al otro con volumen y no con argumentos. Escondemos la calidad del mensaje, en el torrente con el que lo comunicamos. Además de vivir más deprisa, estamos viviendo también más ruidosamente.
Ante esta subida de decibelios de los medios y las formas, ha seguido también la estridencia de los mensajes. El tono y contenido de lo que nos comunicamos ha también subido de ‘volumen’. El grito generalmente va acompañado de un lenguaje menos depurado. El intercambio se torna en quejas o demandas.
La comunicación se ha democratizado. Muchas brechas de distancia y generacionales se han zanjado. ¡Esto hay que celebrarlo! Sin embargo, usando la frase popularizada por Spiderman, «un gran poder conlleva una gran responsabilidad». Todos somos ahora sujetos a la interpelación. Maestros, líderes, autoridades, padres, abuelos… Esto es también en si un logro si mantenemos la discusión en calidad de argumentos y no en cantidad de decibelios.
El volumen estridente en el que vivimos, nos comunicamos e interactuamos, nos va aturdiendo, impidiendo que prestemos atención en los otros y sus historias. Nos va volviendo sordos a formas más sutiles de comunicación. El ruido interno y el externo nos pueden impedir escuchar lo que pasa en el mundo. Que no nos ensordezca a los gritos auténticos de auxilio y dolor de una sociedad que clama vivir de manera más justa y reconciliada.