Cuando era adolescente tenía un trauma con esto del pecado. No sé si fueron las clases de Religión, la catequesis, el grupo de jóvenes en el que estuve o mi propio perfeccionismo. Pero el pecado (reconozcámoslo, la palabra “pecado” es mucha palabra) ¡ay, madre!, ¡eso me tenía frita!, provocando en consecuencia que no hubiera en mí ni una rendijita por la que pudiera entrar el verdadero amor de Dios.

¡Qué mal se puede pasar en esto del crecimiento en la fe! No comprendes, te crece el miedo más que la confianza, y la imagen de Dios es más parecida a la de alguien que vigila tus pasos apuntándolo todo en una libreta que a la de un Padre amoroso.

Me ha costado, lo reconozco, pero fui comprendiendo que el concepto de pecado no tiene que ver tanto con la condena como con un recordatorio, una especie de cartel de esos que ponen frente a un boquete o un precipicio, y en el que está escrito <<¡Cuidado! Es por su seguridad>>. Esa “seguridad” es el espacio en el que amamos y somos amados, y es la permanencia en ese amor. Si nos saltamos el cartel, ¡horror! Caemos y nos separamos del mundo querido y conocido, de la vida verdadera. Pues el pecado, para mí, es esa separación, y la condena no es más que el “encogimiento” de nosotros mismos, no esa expansión que Dios quiere para nosotros porque para ella nos hizo.

¡Qué importante es no huir cuando sientes que la fe te oprime! ¡Qué necesario es encontrar a la gente adecuada que te puede ayudar a vivir con verdad y alegría el don de la fe! Así que, si te hayas en un momento así, no te rindas. Busca, llama…que Dios responde. Porque cuando vivas ese Dios que es amor, ya no será el pecado el que te domine, sino el deseo de agradarle en todo momento. ¡Y eso es una pasada!  

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