Es uno de los memes de la pandemia. Una periodista se acerca a la puerta de un colegio y pregunta a una niña de no más de doce años por la incomodidad de tener que llevar mascarilla durante todas las horas de clase y la respuesta cae sobre la cámara con un sentido común que silencia cualquier pregunta posterior: «Es un poquito peor porque no puedes respirar del todo. Pero no pasa nada. Es mejor eso que morirse».
Hay una fatalidad en la respuesta, tan naturalmente asumida, que al escucharla de una niña nos provoca, al menos, una sonrisa. De algún modo nos devuelve a una realidad que, aún en medio de una pandemia global, nos cuesta asumir desde nuestras adulteces –que diría Mafalda– que pretenden tenerlo todo bajo control.
Es un fatalismo en el que nos podemos reconocer en estos tiempos de extremos. Lo estamos viendo a diario, especialmente al afrontar las medidas de contención del virus. Pero estos extremos no se dan solo cuando hablamos de salud pública. De algún modo es solo la última manifestación de la polarización generalizada en la que vivimos, y que nos arrastra ante cualquier tema: Cataluña, la encíclica del Papa, el 12 de octubre, la reforma del Poder Judicial… Vale para todo, es el método universal. Pongámonos en el peor escenario, en un extremo u otro, y luego ataquemos a los que no están con nosotros.
Quizás lo que nos resulta divertido de la respuesta de esa niña es la lucidez con la que asume que esto no va de ellos y nosotros, no va de los que me quieren arruinar la vida porque no piensan como yo. La lucidez de asumir que no todo va como yo quiero pero que eso no significa que no sea bueno, o que haya un plan específico diseñado para fastidiarme la vida. Si no que las cosas a veces sencillamente ocurren.
La lucidez de esta niña tiene que ver con comprender que la realidad que se nos escapa. Y nos hace gracia porque incluso nueve meses de pandemia después seguimos batallando para que la realidad encaje en nuestras categorías y en lo que nos satisface. Seguimos intentando barrer la arena de la playa, creyendo firmemente que lo conseguiremos si nos mantenemos seguros en nuestra convicción.
Además de las risas, lo que esta niña nos ha aportado, con naturalidad y quizás sin ni siquiera saberlo, es que el primer paso para poder vivir en una situación tan difícil como la actual es la capacidad de poner en duda nuestras convicciones para asumir aquello que no nos gusta, de pararnos a contemplar antes que a juzgar. Y hacerlo con humor, porque quizás el humor sea ese espacio intermedio en el que podremos convivir y que tanta falta nos hace.