Después del sonido de los tambores, la gente que se agolpa para ver un Cristo en la calle, las lecturas que me cuentan el dolor y cómo lo afronta mi Dios… descanso unos días en casa de mi hermano. Una casa en un pueblo del Pirineo, que si no sabes dónde está, te lo pierdes.
Y es allí, en esa casa, donde me encuentro con Jesús Resucitado. Oyendo a mis sobrinas: una jugando, otra llorando; a turnos. Viendo cómo se acumulan los cacharros en la fregadera porque no da tiempo de más. Pasmada ante el tendedor que siempre está lleno en medio de eso que un día fue salón.
En los brazos del padre y de la madre que se intercambian a las hijas entre risas y cansancio.
En la falta de silencio, en la falta de tiempo, en la falta de sueño. En la decisión de tener una vida llena de otras vidas.
Es en esto donde encuentro la razón, lo que sostiene, lo que da cuerpo, nunca mejor dicho, al hecho de la Resurrección. En esas piezas que parecen torcidas por el desorden. En ese Amor.
Allí, la vida nueva.
Veo y creo.
Y te lo cuento para que estés atento y puedas ver, donde crees que no, a Jesús vivo con nosotros, contigo.