«El tiempo que uno pasa riendo es tiempo que pasa con los dioses» dice un proverbio japonés. Tal es el contento que provoca la risa que uno piensa que debe asemejarse a estar en una compañía divina. La distensión que una carcajada produce en el cuerpo y en el alma es tal que la risoterapia es vista ya como la medicina natural ideal para rebajar el estrés y mejorar el estado de ánimo, que buena falta hace. Sin embargo, no hay talleres de alegría y desconexión que, aun siendo estupendos, estén al mismo nivel que la ‘explosión de gozo pascual’ ante la resurrección. ¡Genial que la primera experiencia del Resucitado haya quedado asociada al regocijo extremo, el júbilo irrefrenable y el alborozo incontenible! Alegría con sabor a reencuentro, satisfacción por una victoria (ante la muerte, nada menos), gloria bendita. Señales ya inconfundibles de la Presencia misteriosa, no siempre palpable, pero probada, del Señor. Desde entonces el ruido de la risa floja, inexplicable y explosiva, nos avisará de que está cerca. Él también rió. Le gustaba la fiesta y la celebración.
Otros creyeron que habían ganado, que la ternura no tenía nada que hacer en este mundo… ¡qué ingenuos! Quien ríe el último… ¡ja! Ese gusto que se siente al final, y que podemos experimentar por adelantado, nadie nos lo va a quitar. La satisfacción de vislumbrar que de verdad ganan los buenos, el Bueno, y lo bueno. Lo mejor de lo mejor.
¿Tristes los cristianos? Naturalmente. Por tanto dolor, injusticia, prepotencia, malhumor, sonrisas superficiales y sardónicas; por tantas cosas contrarias al amor. Pero alegres en el Señor. Seguros de su triunfo, tranquilos por no tener que aparentar lo que no somos, sin miedo a fracasar, prontos para conversar como auténticos hermanos. ¡Qué alegría saberse salvados! ¡Qué gusto infinito poder ser simplemente humanos!