En muchas situaciones se nos muestra a los cristianos como gente aburrida, anclada en la renuncia y alejada de todo aquello que implica alegría. Sin embargo, debería ser lo contrario, no hay nada más sano y evangélico que la risa y el buen humor –algo que no es tan evidente–. Y es que ser cristiano es una invitación a la felicidad, a vivir con plenitud. Probablemente si los cristianos entendiéramos que Dios quiere que seamos felices nuestro modo de estar en el mundo sería bien distinto.
No obstante, no es una felicidad como la que vende el mundo de risa fácil y placer inmediato, más bien es una llamada a la plenitud que sabe aguantar los embates que la vida pueda dar. A menudo asociamos la felicidad a la ausencia de problemas, al éxito económico, a la belleza perenne o el placer en todas sus dimensiones. Y no, todo eso agota o es simplemente insostenible porque siempre necesita más y más. Pero sobre todo, la propuesta cristiana ahonda en algo más profundo, en el sentido de nuestra vida. Se trata de ser felices siguiendo a Jesús, y eso implica abandonarse constantemente y poner su confianza en él y no en lo material, conlleva vivir dándose constantemente a los demás. Y esta forma de felicidad no quita los días oscuros -las otras formas tampoco-, pero hace que todo tenga sentido y evita que el dolor y la muerte tengan la última palabra.
Una vida plena y con sentido acepta la muerte, no como una estación Termini, sino como el último paso hacia la casa del padre. Es una promesa de que la muerte es un escalón más de la vida, doloroso pero necesario. No sabemos ni el día ni la hora, pero en ese mañana nos reencontraremos todos en la casa del Padre, donde no faltará nadie, porque la felicidad y la plenitud no será completa hasta que no estemos todos.