Hemos construido una sociedad injusta, dependiente de un dinero repartido desigualmente entre las personas que la componen. Y es que ya nos hemos creído que el dinero lo puede todo, “poderoso caballero es don dinero” dijo ya Quevedo entonces, un dinero que nos trasforma y condiciona la vida, y nos dice quiénes somos y que podemos en la sociedad en que vivimos “…quien hace iguales al duque y al ganadero…al bajo ensilla y al cobarde hace guerrero”
Hemos ido haciendo al dinero cada vez más necesario mientras la gratuidad y Dios se hacían más innecesarios. Quizás se deba a que Dios no pertenece a esa lógica del dinero “no podéis servir a Dios y al dinero” (Lc 16,13), ni del individualismo, lo rentable, lo utilitario… Para conseguir una sociedad justa y fraterna no se necesita tanto del dinero, como de la gratuidad; esta gratuidad podría ser la moneda del reino de Dios, en el que el cariño y el tiempo compartido, las alegrías y las dificultades… la vida, no se compran, sino que se dan y se comparten. Con la alegría profunda y sincera de quien encuentra sentido y gusto en el dar y darse a los demás y con los demás.
Dios se encarna diariamente en la gratuidad, en los corazones generosos, en la gente comprometida con los no-rentables, en la humildad, de quien se hace pequeño acogiendo, compartiendo… con las personas empobrecidas, las excluidas, marginadas, migrantes, las que sufren indignidad, las que pasan hambre… los/as favoritos/as de Dios.
«Gratis lo recibisteis; dadlo gratis…» (Mt 10,8). La gratuidad produce en el mundo lo mismo que la luz del atardecer en un horizonte; el paisaje sigue siendo el mismo, sin embargo, lo transforma totalmente. Gracias padre bueno, por todos los motivos que tenemos para dar gracias cada día y que tu nos los pones ahí, gratuitamente. Gracias por todas aquellas personas que dan y se dan sin buscar recompensa.
“…Vos me lo disteis, a Vos, Señor, lo torno…” San Ignacio de Loyola