Tenemos pocas palabras para hablar de las cosas profundas, de las del corazón o del alma. De ahí la admiración por los poetas. Normalmente utilizamos otros lenguajes para expresarnos y sacar las cosas hondas de dentro: música, pinturas, bailes… Los niños también tienen sus medios de expresión y destacan por su simpleza, sencillez y espontaneidad. El jugar forma parte de estos. Entre las muchas cosas que me llaman la atención de Brasil hay una que, creo, forma parte de estos lenguajes. Si se camina por las calles de una favela o cualquier barrio periférico pueden verse cientos de cometas suspendidas por el cielo, todas amarradas, al final de sus hilos, por uno o varios niños que la siguen con la mirada entusiasmados y alegres. Esas pipas (como las llaman) son algo más que una simple y colorida decoración en las pinturas de favelas que se venden para los turistas en los mercados. Son una vía de expresión de esos niños que intentan decir algo a través de dos palos, una bolsa de plástico y un rollo de hilo bien largo. Además de jugar al futbol con una pelota vieja en mitad de la calle, las cometas forman parte de su diversión, pero también son su otro lenguaje para hablar, sencilla y alegremente, de las cosas del corazón. Son una poesía que comunica y genera empatía, que supone una llamada a acercarse y compartir con ellos, haciendo caer las barreras de miedos e intelectualismos que tenemos los mayores. Ellos te dicen que quieren «llegar al cielo» y entendemos que es ignorancia infantil.
Nosotros, que hemos crecido demasiado, ya sabemos que el cielo está fuera de nuestro alcance, y por eso no terminamos de entender lo que intentan expresarnos. Se dice que las cosas buenas, como el amor, hacen subir y elevar el alma, por eso al mirar las cometas flotando en el aire pueden escucharse, si no miramos como adultos, ‘palabras’ que hablan de amor y de esperanza. No sé si otros niños que viven ‘mejor’, pueden llegar a tener la esperanza de éstos de las favelas, porque sus padres les conceden todo, incluso antes de que lo esperen. Son estos a los que no sabemos qué juguetes comprarles porque los tienen todos, y que son incapaces de ver la grandeza de dos palos cruzados y clavados en una bolsa de plástico. Los niños que viven ‘peor’ tienen la fortuna de tener muchas horas para llenar con sueños e imaginaciones, alimentando una alegría a la que nosotros sólo nos asomamos. Un rayo de sol o un poco de viento basta para alegrarles. Por eso su esperanza es abierta y les multiplica su vitalidad.
Tenemos la idea de que en una favela todo es malo: droga, pobreza, violencia, sufrimiento… y que, por eso, Dios no puede estar por allí cerca. Sin embargo, creo que tenemos miedo de encontrarnos con Dios donde nos dijo que estaría: en los pobres. Acercarse a estos niños mientras vuelan cometas es como escuchar el mejor discurso sobre la esperanza, no hay más que ver sus ojos y sus sonrisas.