«Concédeme, dios generoso, que todo lo que toquen mis manos se convierta de inmediato en oro». Estas fueron las palabras que Midas, rey de Frigia, pronunció ante Dionisio, dios del vino. Las diversas historias mitológicas pueden enseñarnos varios aspectos de la realidad para que comprendamos los valores que encierran. De la misma manera, Jesús, a través de sus parábolas, educaba al pueblo en el conocimiento y entendimiento de Dios. Al igual que en la mitología antigua, hoy existen personas que viven tras las apariencias y desean poder convertir todo lo que tocan en oro.
El pecado de Midas no fue el oro o las posesiones, sino la ambición de que ese metal preciado pudiera salir de sus manos. Su deseo fue tan grande que prefirió sacrificar su vida y bienestar a costa de la pérdida de toda su libertad. Midas no sabía lo que había sacrificado; había perdido la oportunidad de alimentarse, de sentir, de tocar, de cuidar y cubrir. Había perdido todo su ser. Entonces volvió lloroso y avergonzado a los pies del dios Dionisio para suplicar su misericordia y pedirle que eliminara esa maldición. Al quedar liberado, Midas comprendió el valor de su vida; ya no miraba las riquezas con el mismo atractivo
La lección que extraemos es atemporal, resonando no solo en los mitos antiguos, sino también en las enseñanzas de Jesús que trascienden el tiempo. Jesús nos enseñó que la verdadera riqueza no se encuentra en acumular tesoros materiales, sino en apreciar y valorar las experiencias de la vida, las relaciones con los demás y en vivir de acuerdo con principios más elevados. En sus parábolas, a menudo destacó la importancia de buscar tesoros en el cielo, que no se corroen ni se desvanecen, en lugar de centrarse exclusivamente en los bienes terrenales.
Así como Midas experimentó una transformación, nosotros también podemos experimentar una transformación al sumergirnos en las enseñanzas de Jesús. Su mensaje nos impulsa a buscar la verdadera abundancia, aquella que llena nuestros corazones de amor, compasión y servicio desinteresado. Jesús nos invita a que, con nuestras manos, convirtamos nuestra vida no en oro, sino en amor desbordante hacia nuestro prójimo. Procuremos esparcir el verdadero toque de Midas, aquel que se nutre del gran deseo de Dios: «Os doy un mandamiento nuevo, que os améis unos a otros como yo os he amado…» (Jn 13, 34).