«Brotará un renuevo del tronco de Jesé, y de su raíz florecerá un vástago.» (Isaías 11,1).
Quizás éste parece más el título de una telenovela que de un artículo, pero, siendo ya Adviento, no puedo dejar de pensar en el texto de Isaías: “brotará un vástago de la cepa de Jesé…”.
Buscando el significado de la palabra “vástago”, me encuentro con lo siguiente: “rama tierna que nace de la flora”. Más adelante dice: “es un tallo que nace en el tronco del árbol y es capaz de engendrar una nueva vida independiente del tronco”. No puedo dejar de quitarme el sombrero ante las dotes literarias de Isaías, pues no puede estar más acertado.
Jesús es ese vástago. Es la “rama tierna que florece”. Pequeñita, apenas asomada a la vida, el ejemplo de cómo viene Dios al mundo: como un bebé. Recuerdo a un profesor de Religión que tuve que decía que “hasta que no imaginemos al Niño llorando a mares, gritando entre sollozos y con los pañales sucios, no llegaremos a comprender la maravilla de la Encarnación”. Y, en esa encarnación, engendra nueva vida: algo que sale del tronco pero que ya no es el tronco; que viene de lo que éramos pero que apunta a ser otra cosa. Y siendo así, vástago pequeño recién llegado a esta locura de mundo, trae consigo la promesa de la justicia, el perdón, la reconciliación y la esperanza. Ahí es nada.
Adviento es el tiempo para regocijarnos en ese vástago. Es el “burbujeo” del “aún no está, pero ya llega”; la ilusión del que sabe con certeza que, tras la espera, realmente, hay algo por lo que merece la pena esperar.
Adviento es como andar de puntillas antes de la bonita sorpresa que se quiere dar, o como respirar bajito para no romper la armonía del silencio, o como la sonrisa discreta que uno se regala a sí mismo cuando está volviendo a casa.
Adviento es el tiempo de la esperanza escondida en lo pequeño de cada día, aguardando la llegada de la grandeza escondida en un sencillo brote. Ahí, en lo diminuto, en lo que nadie ve. Ahí se vive la más bonita de las esperas.