Hablar de santidad es un desafío, pero aún más lo es comprender la santificación del y en el tiempo. El ser humano no existe en abstracto, sino en un cruce de espacio y tiempo que marca su existencia. En este sentido, el Año Litúrgico actúa como un “sacramento” que santifica el tiempo y a la persona que lo vive, no solo a través de fechas conmemorativas, sino como una dinámica viva que nos transforma mediante el encuentro con Cristo en la celebración de sus misterios.

Los tiempos litúrgicos “fuertes” como Adviento, Navidad, Cuaresma y Pascua son fáciles de identificar porque conmemoran momentos clave de la vida de Cristo. Pero ¿qué ocurre con el llamado “Tiempo Ordinario”? Muchos lo ven como un período “indefinido” o “débil”, como si fuera una pausa entre lo verdaderamente importante. Nada más erróneo.

El Tiempo Ordinario no es una espera pasiva entre eventos relevantes. Su origen está en los primeros cristianos, que comprendieron que la Pascua del Señor se debe celebrar cada domingo. El domingo es la columna vertebral de la vida cristiana. No es una jornada de descanso vacío, sino el momento en que lo cotidiano, por la Gracia, se transforma en lo esencial.

Este tiempo, que parece neutro, es en realidad el más desafiante. Es el “tiempo primordial” para amar en un mundo que promueve el egoísmo, para perdonar cuando el rencor parece justificable, para vivir en la verdad cuando la mentira impera, para hacer justicia cuando la indiferencia domina, en fin, “tiempo primordial” para la santidad cristiana con pies en la tierra y no con “rostro de estampa”.

Los mártires africanos del siglo IV lo entendieron perfectamente: “Sin el domingo no podemos vivir”. Esa afirmación no es una frase piadosa, sino un desafío. ¿Estamos dispuestos a vivirlo?

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