Rosalía ha sacado la espiritualidad de los debates de sacristía donde estaba confinada. Pero ya hace tiempo que el panorama está cambiando. Desde hace años he manifestado públicamente y por escrito que miro con simpatía las iniciativas pastorales, sobre todo entre los jóvenes, que reivindican de nuevo la experiencia espiritual, algo muy en sintonía con la cultura posmoderna. Ahora bien, me inquieta que todo quede en nada si dichas propuestas no van acompañadas de una formación que apuntale conceptualmente las vivencias y mueva hacia la conversión y hacia el compromiso por una sociedad más justa.
Hemos tomado el tren del desencantamiento del mundo (Max Weber) para liberar la fe del lastre de la superstición y del oscurantismo. Sin embargo, permeables a las aportaciones de la modernidad, tal vez hemos reducido el cristianismo a una moral estoica impregnada de un inmanentismo solapado y deficitaria respecto a su dimensión trascendente.
Las nuevas generaciones, nacidas en la postmodernidad, se sienten incómodas en un universo racionalizado hasta el extremo, sometido al control de los algoritmos. Se sienten prisioneros en la jaula de hierro de la racionalidad burocrática y anhelan la transcendencia. El paraíso de la sociedad de consumo no colma su sed. Su interior les reclama algo más y muchos exploran la espiritualidad. Todo un reto para la pastoral.
En mi opinión, conviene huir tanto de un fervor ingenuo y estrafalario, enfrascado en encontrar atajos espirituales, como de una sobriedad engañosa que, carente de entusiasmo y bajo la fachada de madurez, disimula el hecho de haber perdido “el primer amor” (Ap 2, 4). Es necesario encontrar el equilibrio entre una experiencia espiritual auténtica que suscite y reafirme la fe y, a la vez, una fe capaz de generar vivencias que involucren a toda la persona, no solo a sus emociones. La experiencia personal, por importante que sea, no puede esquivar la criba de la crítica racional. La fe sin experiencia se marchita, pero la experiencia sin reflexión y sin compromiso se diluye, o peor aún, se corrompe.



