Acaba de salir el informe PISA a nivel mundial, con resultados muy preocupantes tanto para España como para el resto de Europa. Algo que por otro lado no ha sorprendido demasiado, al menos observando la inestabilidad educativa en las últimas décadas en nuestro país. Son bastantes las causas que subyacen en este problema, pero por mucho que haya distintas variables no vale con echar balones fuera. Es agotador escuchar siempre excusas vagas e insuficientes para obviar la propia incapacidad de algunos políticos para solucionar los problemas de la gente.
No debemos soslayar que, por desgracia, son los más pobres los que pagarán las consecuencias, pues el rico saldrá normalmente bien parado, al menos así ha sido siempre. Y, por qué no, estos datos empañan injustamente el trabajo de profesores y maestros en la mayoría de nuestros colegios, ya sean públicos, privados o concertados.
El papa Francisco recuerda en el Pacto Educativo Global que «la educación es siempre un acto de esperanza que, desde el presente mira al futuro». Por eso no sólo ha de estar bien defendida, pactada y discernida en su pluralidad, sino que tiene que estar protegida de los vaivenes y modas propias de los intereses económicos, culturales, ideológicos y políticos, porque de lo contrario el resultado no mejorará. Por tanto, custodiar la infancia y la juventud de una sociedad –más allá de sus intereses partidistas– es una tarea innegociable de los políticos, así como pensar juntos el futuro defendiendo el bien común, la dignidad humana y el porvenir de los más pobres. En este caso, como sociedad, hemos suspendido, quizás porque seguimos distraídos con otros temas más atractivos pero menos importantes.
Y en el fondo hay más de una pregunta que debemos formularnos: ¿qué sociedad queremos tener en el futuro para España y para Europa y qué tipo de personas queremos formar? ¿Cómo soñar una educación que apoye a los que menos posibilidades tienen? Parece una obviedad, pero para educar es necesario mirar al pasado, al presente y al futuro y tener un modelo de persona que ponga en sana relación a uno mismo con el mundo y, por supuesto, también con Dios.
El futuro de nuestras democracias está en juego. Y aquí no vale cualquier cosa.